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Una-tierra-prometida (1)

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es hipoalergénica (algo necesario, dadas las alergias de Malia) sino también

porque los Kennedy se aseguraron de que Bo aprendiese a hacer sus

necesidades antes de hacérnoslo llegar. Cuando los llamé para darles las

gracias, solo pude hablar con Vicki. Hacía casi un año que a Teddy le

habían detectado un tumor cerebral maligno, y aunque seguía recibiendo

tratamiento en Boston, era evidente para todos —incluido Teddy— que su

pronóstico no era bueno.

Lo había visto en marzo, cuando se presentó por sorpresa en una

conferencia que organizamos en la Casa Blanca para poner en marcha el

proyecto de ley de sanidad universal. Vicki había visto ese viaje con

inquietud, y pude entender por qué. Ese día, el caminar de Teddy era

inseguro; le sobraba traje por todas partes de tanto peso como había

perdido, y a pesar de sus ademanes joviales, sus ojos demacrados y acuosos

reflejaban el esfuerzo que le costaba el mero hecho de mantenerse erguido.

Sin embargo, se empeñó en venir, porque treinta y cinco años antes la causa

de proporcionar a todo el mundo una atención sanitaria decente y asequible

se había convertido para él en un asunto personal. A su hijo Teddy júnior le

diagnosticaron un cáncer óseo que obligó a amputarle una pierna cuando

tenía doce años. En el hospital, Teddy había conocido a otros padres cuyos

hijos estaban igualmente enfermos pero que no sabían cómo se las

arreglarían para pagar las crecientes facturas médicas. Fue en ese instante

cuando se comprometió a hacer algo por cambiar esa situación.

A lo largo de siete presidencias, Teddy había luchado por esta causa

justa. Durante la Administración Clinton, contribuyó a garantizar la

aprobación del Programa de Seguro Médico Infantil. Superando objeciones

de miembros de su propio partido, trabajó con el presidente Bush a fin de

conseguir cobertura para la adquisición de medicamentos por parte de las

personas mayores. Pero, a pesar de todo su poder y pericia legislativa, el

sueño de implantar una sanidad universal —un sistema que proporcionase

atención sanitaria de calidad a todas las personas, con independencia de su

capacidad para costeársela— seguía resistiéndosele.

Por ese motivo Ted Kennedy se había obligado a levantarse de la cama

para acudir a nuestra conferencia, sabiendo que, aunque ya no podría liderar

la lucha, su breve pero simbólica aparición sí tendría importancia. Y así fue:

cuando entró en la sala Este, las ciento cincuenta personas allí presentes

prorrumpieron en un prolongado aplauso. Tras inaugurar la conferencia, le

pedí que fuese el primero en hablar, y varios de sus antiguos ayudantes

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