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Una-tierra-prometida (1)

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zanahorias, pimientos, hinojo, cebollas, lechugas, brócoli, fresas, arándanos

y no sé cuántas cosas más— que la cocina de la Casa Blanca empezó a

donar cajas de verduras sobrantes a los bancos de alimentos locales. Como

beneficio adicional inesperado, resultó que un miembro del personal de

jardinería era apicultor aficionado, y le dimos permiso para montar una

pequeña colmena. No solo acabó produciendo casi cincuenta kilos de miel

al año, sino que un emprendedor microcervecero del comedor de la Marina

sugirió que podíamos usar la miel en una receta para hacer cerveza, lo que

resultó en la compra de un kit de producción casera e hizo de mí el primer

presidente maestro cervecero. (Según me contaron, George Washington

hacía su propio whisky.)

Pero de todos los placeres que ese primer año en la Casa Blanca nos

proporcionó, ninguno pudo compararse con la llegada, a mediados de abril,

de Bo, una adorable bola de pelo negra andante, de pecho y patas delanteras

blancos como la nieve. Malia y Sasha, que llevaban pidiendo un cachorro

desde la campaña, chillaron de emoción al verlo por primera vez, y le

dejaron que les lamiese las orejas y la cara mientras los tres rodaban por el

suelo de la residencia. Pero las niñas no fueron las únicas en caer bajo su

hechizo. Michelle pasaba tanto tiempo con Bo —enseñándole trucos,

acunándolo en su regazo, dándole beicon a escondidas— que Marian

confesó sentirse mala madre por no haber cedido nunca al deseo de

Michelle de tener un perro cuando era niña.

En cuanto a mí, tuve lo que alguien describió alguna vez como el único

amigo de fiar que un político puede tener en Washington. Además, Bo me

dio una excusa adicional para aplazar al día siguiente el papeleo nocturno e

incorporarme a los zigzagueantes paseos en familia por el jardín Sur

después de cenar. Fue durante esos momentos —cuando la luz se

desvanecía en hilos de púrpura y oro; cuando Michelle sonreía y apretaba

mi mano mientras el perro saltaba entre los setos perseguido por las niñas;

cuando Malia nos daba alcance para interrogarme sobre cosas como los

nidos de los pájaros o las formaciones de las nubes; cuando Sasha se

abrazaba a mi pierna para ver cuánto era capaz de arrastrarla— cuando me

sentía normal, completo y tan afortunado como alguien puede aspirar a

serlo.

Bo había sido un regalo de Ted y Vicki Kennedy, parte de una camada

emparentada con la pareja de perros de agua portugueses que Teddy

adoraba. Fue un gesto de una exquisita sensibilidad, no solo porque esa raza

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