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Una-tierra-prometida (1)

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apretón de manos a cada uno, les pregunté de dónde eran y dónde estaban

destinados en la actualidad. Un sargento primero llamado Cory Remsburg

me explicó que la mayoría acababa de llegar de Irak, a él lo iban a trasladar

a Afganistán en las próximas semanas, en lo que sería su décimo destino. Y

rápidamente agregó: «No es nada comparado con lo que estos hombres

hicieron aquí hace sesenta y cinco años, señor. Ellos lograron que nuestro

estilo de vida fuera posible».

Un repaso al público de aquel día me recordó que muy pocos veteranos

del Día D o de la Segunda Guerra Mundial seguían con vida y estaban en

condiciones de hacer el viaje. Muchos de los que lo habían conseguido

necesitaban sillas de ruedas o andadores para desplazarse. Allí estaba Bob

Dole, el mordaz oriundo de Kansas que se había sobrepuesto a unas heridas

devastadoras durante la Segunda Guerra Mundial y se había convertido en

uno de los senadores más expertos y respetados en Washington. También mi

tío Charlie, el hermano de Toot, que había venido junto a su esposa,

Melanie, como invitados míos. Librero retirado, era uno de los hombres

más agradables y modestos que conocía. Según Toot, sus experiencias en la

guerra lo habían perturbado tanto que durante los seis meses posteriores a

su regreso prácticamente no dijo palabra.

Fueran cuales fuesen las heridas que llevaban consigo, aquellos hombres

rezumaban un silencioso orgullo, mientras se reunían con sus gorras y sus

pulcras chaquetas de veterano adornadas con pulidas medallas de servicio.

Intercambiaban historias, aceptaban apretones de manos y palabras de

agradecimiento de mi parte y de otros desconocidos, estaban rodeados de

niños y nietos que los conocían menos por su heroísmo en la guerra que por

la vida que habían llevado después como maestros, ingenieros, obreros en

fábricas, dueños de tiendas; hombres que se habían casado, habían

trabajado duro para comprarse una casa, habían luchado contra la depresión

y las frustraciones, habían entrenado a equipos infantiles, habían sido

voluntarios en sus iglesias o sinagogas, y habían visto cómo sus hijos e

hijas se casaban y formaban sus propias familias.

Al comienzo de la ceremonia, de pie en el escenario me di cuenta de que

la vida de estos veteranos de más de ochenta años respondía con creces

cualquier duda en mi interior. Tal vez mi discurso de El Cairo no sirviera

para nada. Tal vez el mal funcionamiento de Oriente Próximo terminara

arreglándose por sí solo con independencia de lo que yo hiciera. Tal vez lo

máximo a lo que podíamos aspirar era a apaciguar a hombres como

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