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Una-tierra-prometida (1)

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También tenía motivos más personales para hacer aquella peregrinación.

Cuando era un joven estudiante universitario había tenido la oportunidad de

escuchar a Wiesel y me había conmovido profundamente la manera en que

narraba su experiencia como superviviente de Buchenwald. En sus libros

había encontrado un eje moral inexpugnable que me enriquecía a la vez que

me acuciaba a ser mejor. Uno de los mayores placeres de mi época en el

Senado fue hacerme amigo de Elie. Cuando le conté que un tío abuelo,

Charles Payne, hermano de Toot, había sido miembro de la división de

infantería estadounidense que había llegado a uno de los subcampos de

Buchenwald en abril de 1945 y comenzado la liberación allí, Elie insistió en

que algún día fuéramos juntos. Estar allí con él fue el cumplimiento de esa

promesa.

«Si estos árboles hablaran...», dijo Elie por lo bajo, haciendo un gesto

con la mano hacia una fila de majestuosos robles, mientras caminábamos

lentamente junto a Merkel por el sendero de grava hacia la entrada principal

de Buchenwald. El cielo estaba apagado, los periodistas se habían quedado

a una distancia respetuosa. Nos detuvimos ante los dos monumentos a las

víctimas del campo. En un conjunto de losas de piedra podían leerse los

nombres de los que allí murieron, entre ellos el del padre de Elie. En el otro

aparecía una lista de sus países de procedencia, grabada en una placa de

acero que se mantenía a una temperatura constante de treinta y siete grados

Celsius: la temperatura media del cuerpo humano, con la intención de

recordar —en un lugar que había tenido como premisas el odio y la

intolerancia— la humanidad que todos compartimos.

Durante la siguiente hora deambulamos por los recintos, pasamos las

torres de vigilancia y los muros recubiertos con alambres de púas,

contemplamos los oscuros hornos crematorios y dimos vueltas por los

cimientos de las barricadas de prisioneros. Había fotos que mostraban cómo

había sido el campo, la mayoría tomadas por las unidades del ejército de

Estados Unidos durante la liberación. En una salía Elie con dieciséis años

asomándose desde una de las literas, el mismo rostro apuesto y los ojos

tristes pero mellado por el hambre, la enfermedad y la inmensidad de todo

lo que había presenciado. Elie nos contó a Merkel y a mí las estrategias

diarias que él y los demás prisioneros habían empleado para sobrevivir:

cómo los más fuertes o los que tenían más suerte robaban comida para los

débiles y moribundos, cómo las reuniones de resistencia se realizaban en

letrinas tan nauseabundas que ningún guardia se atrevía a entrar jamás;

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