Una-tierra-prometida (1)
Eso hice. Llamé a Alice, que me volvió a asegurar que, conindependencia del resultado de la votación al Congreso, pensaba dejar lapolítica estatal.Pero cuando Jesse Jr. se impuso holgadamente en la votaciónextraordinaria, y Alice acabó tercera a una distancia considerable, algocambió. Empezaron a aparecer historias en la prensa local sobre unacampaña para «Reclutar a Alice Palmer». Unos cuantos de sussimpatizantes de siempre pidieron reunirse conmigo, y cuando acudí meaconsejaron que retirase mi candidatura. Me dijeron que la comunidad nopodía permitirse renunciar a la veteranía que Alice acumulaba. Yo debíatener paciencia, ya llegaría mi turno. Me mantuve firme. Al fin y al cabo,tenía voluntarios y donantes que ya habían invertido mucho en la campaña.No había dejado tirada a Alice ni siquiera cuando Jesse Jr. entró en escena.Pero mis interlocutores no se inmutaron. Cuando hablé con Alice, resultóevidente cuál sería el curso de los acontecimientos. La semana siguiente,ofreció una rueda de prensa en Springfield, en la que anunció que, antes deque se agotase el plazo, presentaría los avales para su candidatura aconservar su escaño.—Ya os lo dije —sentenció Carol, mientras daba una calada a sucigarrillo y exhalaba un fino penacho de humo hacia el techo.Me sentía abatido y traicionado, pero me dije que no todo estaba perdido.Habíamos construido una buena organización en los meses anteriores, ycasi todos los representantes públicos que me habían dado su apoyo dijeronque lo mantendrían. Ron y Carol no eran tan optimistas.—Siento mucho decirte, jefe, que la mayoría de la gente sigue sin tenerni idea de quién eres —dijo Carol—. Qué coño, tampoco saben quién esella pero, y no te ofendas, «Alice Palmer» queda mucho mejor en unapapeleta que «Barack Obama».Sabía lo que querían hacerme entender, pero les dije que íbamos a capearel temporal, incluso aunque un grupo de prominentes ciudadanos deChicago me estuviese instando a retirarme. Fue entonces cuando, una tarde,Ron y Carol llegaron a mi casa sin aliento y como si les hubiese tocado lalotería.—Los avales de Alice —dijo Ron— son malísimos. Los peores que hevisto en mi vida. Todos esos negros que intentaron echarte de mala manerade la contienda ni siquiera se molestaron en hacer su trabajo. Podríaquedarse sin candidatura.
Repasé los recuentos rápidos que Ron y los voluntarios de nuestracampaña habían hecho. Era cierto. Daba la impresión de que los avales quehabía entregado Alice estaban plagados de firmas inválidas: personas cuyasdirecciones no pertenecían al distrito; varias firmas con nombres distintospero la misma caligrafía. Me puse a pensar.—No sé, chicos...—¿Que no sabes qué? —saltó Carol.—No sé si quiero ganar así. Es verdad que estoy cabreado por lo quepasó. Pero estas reglas sobre las candidaturas no tienen mucho sentido.Preferiría derrotarla.Carol se echó para atrás, con expresión tensa, y me espetó:—¡Esa mujer te dio su palabra, Barack! Todos nos hemos dejado la pielaquí, basándonos en esa promesa. Y ahora, cuando intenta joderte y nisiquiera es capaz de hacerlo bien, ¿vas a dejar que se salga con la suya?¿No crees que, si pudieran, ellos impugnarían tu candidatura al instante? —Sacudió la cabeza— No, Barack. Eres un buen tipo... y por eso creemos enti. Pero si dejas pasar esto, ya puedes volver a ser profesor o lo que sea,porque la política no es para ti. Te harán picadillo, y no le harás ningún biena nadie.Miré a Ron.—Tiene razón —me susurró a modo de respuesta.Me recliné en la silla y encendí un cigarrillo. Me sentía suspendido en eltiempo mientras intentaba descifrar qué me decía mi instinto. ¿Con cuántafuerza deseaba esto? Me recordé a mí mismo lo que pensaba que podríaconseguir si accedía al cargo, y lo mucho que estaba dispuesto a dejarme lapiel si tenía ocasión de hacerlo.—Vale —dije por fin.—¡Vale! —repitió Carol, que sonreía de nuevo.Ron recogió sus papeles y los metió en su mochila.El proceso tardaría un par de meses en concretarse pero, en la práctica,con mi decisión de ese día la contienda había terminado. Interpusimosnuestra reclamación ante la Junta Electoral de Chicago y, cuando quedóclaro que esta iba a dictaminar en nuestro favor, Alice retiró su candidatura.En el proceso, desbancamos de la votación a varios demócratas más conmalos avales. Sin un rival demócrata y con una oposición republicanaúnicamente simbólica, tenía despejado el camino hasta el Senado estatal.
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Eso hice. Llamé a Alice, que me volvió a asegurar que, con
independencia del resultado de la votación al Congreso, pensaba dejar la
política estatal.
Pero cuando Jesse Jr. se impuso holgadamente en la votación
extraordinaria, y Alice acabó tercera a una distancia considerable, algo
cambió. Empezaron a aparecer historias en la prensa local sobre una
campaña para «Reclutar a Alice Palmer». Unos cuantos de sus
simpatizantes de siempre pidieron reunirse conmigo, y cuando acudí me
aconsejaron que retirase mi candidatura. Me dijeron que la comunidad no
podía permitirse renunciar a la veteranía que Alice acumulaba. Yo debía
tener paciencia, ya llegaría mi turno. Me mantuve firme. Al fin y al cabo,
tenía voluntarios y donantes que ya habían invertido mucho en la campaña.
No había dejado tirada a Alice ni siquiera cuando Jesse Jr. entró en escena.
Pero mis interlocutores no se inmutaron. Cuando hablé con Alice, resultó
evidente cuál sería el curso de los acontecimientos. La semana siguiente,
ofreció una rueda de prensa en Springfield, en la que anunció que, antes de
que se agotase el plazo, presentaría los avales para su candidatura a
conservar su escaño.
—Ya os lo dije —sentenció Carol, mientras daba una calada a su
cigarrillo y exhalaba un fino penacho de humo hacia el techo.
Me sentía abatido y traicionado, pero me dije que no todo estaba perdido.
Habíamos construido una buena organización en los meses anteriores, y
casi todos los representantes públicos que me habían dado su apoyo dijeron
que lo mantendrían. Ron y Carol no eran tan optimistas.
—Siento mucho decirte, jefe, que la mayoría de la gente sigue sin tener
ni idea de quién eres —dijo Carol—. Qué coño, tampoco saben quién es
ella pero, y no te ofendas, «Alice Palmer» queda mucho mejor en una
papeleta que «Barack Obama».
Sabía lo que querían hacerme entender, pero les dije que íbamos a capear
el temporal, incluso aunque un grupo de prominentes ciudadanos de
Chicago me estuviese instando a retirarme. Fue entonces cuando, una tarde,
Ron y Carol llegaron a mi casa sin aliento y como si les hubiese tocado la
lotería.
—Los avales de Alice —dijo Ron— son malísimos. Los peores que he
visto en mi vida. Todos esos negros que intentaron echarte de mala manera
de la contienda ni siquiera se molestaron en hacer su trabajo. Podría
quedarse sin candidatura.