Una-tierra-prometida (1)
opinión sobre las vías para revitalizar el proceso de paz árabe-israelí,planteé la cuestión de los derechos humanos, sugiriendo algunos pasos quepodría dar para liberar a prisioneros políticos y aliviar las restricciones a laprensa.Con un inglés aceptable y marcado acento, Mubarak evitó conamabilidad mis inquietudes e insistió en que sus servicios de seguridad secentraban solo en los extremistas islámicos y en que la sociedad egipciaapoyaba enérgicamente su duro criterio. Me dio la impresión de que meestaba acostumbrando a mis relaciones con los dictadores de avanzadaedad: me encerraban en palacios, todo el trato con ellos estaba mediado porobsequiosos funcionarios de gesto adusto que los rodeaban, eran incapacesde separar sus intereses personales de los de su país, y sus acciones noestaban regidas por otro propósito que amparar la enmarañada red declientelismo e intereses económicos que los mantenían en el poder.Qué contraste fue entonces entrar caminando a la explanada central de laUniversidad de El Cairo y encontrarme un lugar rebosante de energía.Habíamos presionado al Gobierno para que abriera mi discurso a unaamplia variedad de sectores de la sociedad egipcia, y estaba claro que lamera presencia de estudiantes universitarios, periodistas, académicos,líderes de organizaciones de mujeres, trabajadores comunitarios, e inclusoalgunos clérigos importantes y figuras de los Hermanos Musulmanes entrelas tres mil personas presentes, iba a ayudar a convertir el evento en algoúnico, un encuentro que iba a tener un alcance global por televisión. Encuanto subí al escenario e hice el saludo islámico «As-salamu alaikum», lamuchedumbre rugió de aprobación. Tuve cuidado de dejar claro que nadiepodía conseguir con un simple discurso que se resolvieran problemas tanarraigados. Y como los vítores y aplausos continuaron a lo largo de miexposición sobre la democracia, los derechos humanos y los derechos de lasmujeres, la tolerancia religiosa, la necesidad de una paz real y perdurablecon Israel, y un Estado palestino autónomo, llegué a imaginar el comienzode un nuevo Oriente Próximo. En ese momento no costaba demasiadovisualizar una realidad alternativa en la que los jóvenes presentes en elauditorio abrieran nuevos negocios y escuelas, dirigieran gobiernosreceptivos y funcionales, y comenzaran a reinventar su fe de manera quefuera al mismo tiempo respetuosa con las tradiciones y abierta a otrasformas de sabiduría. Tal vez hasta los funcionarios de alto rango y gestoceñudo que estaban sentados en la tercera fila lo creían así.
Bajé del escenario tras una prolongada ovación en pie, y le hice un gestoa Ben, que por lo general se ponía demasiado nervioso oyendo los discursosque había ayudado a redactar y prefería esconderse en alguna habitacióntrasera, tecleando en la BlackBerry. Tenía una sonrisa de oreja a oreja.—Parece que ha salido bien —le dije.—Ha sido histórico —me contestó sin rastro de ironía.Años más tarde, muchos críticos y hasta algunos seguidores se darían unfestín comparando el loable y esperanzado tono del discurso de El Cairocon la decepcionante realidad de Oriente Próximo durante mis dos periodosen el cargo. Para algunos fue un ejemplo de pecado de ingenuidad, querestaba autoridad a los aliados clave de Estados Unidos como Mubarak y deesa forma alentaba las fuerzas del caos. Para otros, el problema no era tantola visión que describía el discurso como lo que ellos consideraban unaprueba de mi incompetencia para llevar a cabo esa visión mediante unaacción efectiva, verdadera. Evidentemente me sentía tentado de responder yseñalar que fui el primero en decir que ningún discurso podía resolver por sísolo los permanentes desafíos en la región, que ejercimos una fuerte presiónen cada una de las iniciativas que mencioné aquel día, ya fueran enormes(como un acuerdo entre israelíes y palestinos) o pequeñas (como la creaciónde programas de formación para emprendedores); que cada uno de lospuntos que sostuve en El Cairo eran los mismos que seguía sosteniendo.Pero al final, los hechos son los hechos, y me quedé con la misma seriede preguntas a las que me había enfrentado cuando era un joven trabajadorcomunitario. ¿Es útil hacer un retrato de cómo debería ser el mundo si losesfuerzos por alcanzarlo están destinados a no cumplirse? ¿Tenía razónHavel al decir que estaba condenado a decepcionar a la gente por haberalimentado sus expectativas? ¿Son y serán siempre los principios abstractosy los nobles ideales meras pretensiones, un paliativo, una manera de superarla desesperación que no coincide con los impulsos primarios que realmentedirigen nuestras acciones y por eso, no importa lo que digamos o hagamos,la historia sigue inevitablemente su curso preestablecido, el eterno círculode miedo, hambre y conflicto, de dominación y debilidad?Incluso entonces, las dudas brotaban en mí de forma natural, y laagradable euforia del discurso fue rápidamente reemplazada por lospensamientos de todo el trabajo que me esperaba al llegar a casa, y de las
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Bajé del escenario tras una prolongada ovación en pie, y le hice un gesto
a Ben, que por lo general se ponía demasiado nervioso oyendo los discursos
que había ayudado a redactar y prefería esconderse en alguna habitación
trasera, tecleando en la BlackBerry. Tenía una sonrisa de oreja a oreja.
—Parece que ha salido bien —le dije.
—Ha sido histórico —me contestó sin rastro de ironía.
Años más tarde, muchos críticos y hasta algunos seguidores se darían un
festín comparando el loable y esperanzado tono del discurso de El Cairo
con la decepcionante realidad de Oriente Próximo durante mis dos periodos
en el cargo. Para algunos fue un ejemplo de pecado de ingenuidad, que
restaba autoridad a los aliados clave de Estados Unidos como Mubarak y de
esa forma alentaba las fuerzas del caos. Para otros, el problema no era tanto
la visión que describía el discurso como lo que ellos consideraban una
prueba de mi incompetencia para llevar a cabo esa visión mediante una
acción efectiva, verdadera. Evidentemente me sentía tentado de responder y
señalar que fui el primero en decir que ningún discurso podía resolver por sí
solo los permanentes desafíos en la región, que ejercimos una fuerte presión
en cada una de las iniciativas que mencioné aquel día, ya fueran enormes
(como un acuerdo entre israelíes y palestinos) o pequeñas (como la creación
de programas de formación para emprendedores); que cada uno de los
puntos que sostuve en El Cairo eran los mismos que seguía sosteniendo.
Pero al final, los hechos son los hechos, y me quedé con la misma serie
de preguntas a las que me había enfrentado cuando era un joven trabajador
comunitario. ¿Es útil hacer un retrato de cómo debería ser el mundo si los
esfuerzos por alcanzarlo están destinados a no cumplirse? ¿Tenía razón
Havel al decir que estaba condenado a decepcionar a la gente por haber
alimentado sus expectativas? ¿Son y serán siempre los principios abstractos
y los nobles ideales meras pretensiones, un paliativo, una manera de superar
la desesperación que no coincide con los impulsos primarios que realmente
dirigen nuestras acciones y por eso, no importa lo que digamos o hagamos,
la historia sigue inevitablemente su curso preestablecido, el eterno círculo
de miedo, hambre y conflicto, de dominación y debilidad?
Incluso entonces, las dudas brotaban en mí de forma natural, y la
agradable euforia del discurso fue rápidamente reemplazada por los
pensamientos de todo el trabajo que me esperaba al llegar a casa, y de las