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Una-tierra-prometida (1)

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socialista, perdió una guerra contra los israelíes, ayudó a formar la

Organización para la Liberación de Palestina y la Liga Árabe, y se convirtió

en uno de los miembros fundadores del Movimiento de Países no

Alineados, que en apariencia se negaba a tomar partido en la Guerra Fría

pero que suscitaba las sospechas y la cólera de Washington, en parte porque

Nasser aceptaba ayuda económica y militar de los soviéticos. Además,

acabó sin piedad con la disidencia y la formación de partidos políticos

rivales en Egipto, centrándose sobre todo en los Hermanos Musulmanes, un

grupo que buscaba establecer un Gobierno islamista mediante la

movilización política comunitaria y las obras de caridad, pero que incluía

miembros que a veces recurrían a la violencia.

El estilo de gobierno autoritario de Nasser había sido tan influyente que

incluso después de su muerte en 1970, los mandatarios de Oriente Próximo

intentaban imitarlo. Sin su sofisticación ni su habilidad para conectar con

las masas, hombres como Háfez al-Ásad en Siria, Sadam Husein en Irak y

Muamar el Gadafi en Libia conseguirían mantenerse en el poder en gran

medida gracias a la corrupción, el clientelismo, la brutal represión y una

constante aunque ineficaz campaña contra Israel.

Después de que el sucesor de Nasser, Anwar el-Sadat, fuera asesinado en

1981, Hosni Mubarak llegó al poder utilizando casi la misma fórmula,

excepto por una diferencia importante: la firma de Sadat de un acuerdo de

paz con Israel había convertido a Egipto en un aliado de Estados Unidos, lo

que llevó a las sucesivas administraciones estadounidenses a pasar por alto

la creciente corrupción del régimen, el poco convincente historial sobre

derechos humanos y el antisemitismo recurrente. A cubierto gracias a las

ayudas no solo de Estados Unidos sino de Arabia Saudí y de otros países

ricos del Golfo, Mubarak jamás se preocupó por reformar la estancada

economía de su país, lo que dejó a una generación de jóvenes egipcios

marginados y sin trabajo.

Nuestra comitiva llegó al palacio de Abdín —una sobrecargada

estructura de mediados del siglo XIX y uno de los tres palacios

presidenciales de El Cairo— y tras la ceremonia de bienvenida, Mubarak

me invitó a su oficina a una conversación que duró una hora. Tenía ochenta

y un años pero seguía siendo ancho de hombros y robusto, con una nariz

romana, pelo oscuro peinado hacia atrás, y una mirada de pesados párpados

que le daba un aire de hombre acostumbrado a mandar, aunque también un

poco cansado. Después de hablar de la economía egipcia y de pedirle su

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