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Una-tierra-prometida (1)

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que nuestros equipos discutieran las posibles transferencias de algunos

prisioneros del centro militar de detención de la Bahía de Guantánamo a

centros de rehabilitación saudíes— el rey se mostró evasivo, claramente

cauteloso ante posibles controversias.

La conversación se relajó durante el banquete que al mediodía el rey

ofreció a nuestra delegación. Fue fastuoso, como salido de un cuento de

hadas, con una mesa de quince metros repleta de cordero asado, montañas

de arroz con azafrán y todo tipo de exquisiteces típicas y occidentales. De

las casi sesenta personas que estaban comiendo, mi directora de

Programación, Alyssa Mastromonaco, y mi asesora sénior, Valerie Jarrett,

eran dos de las tres mujeres presentes. Alyssa parecía bastante alegre

conversando con funcionarios saudíes al otro lado de la mesa, aunque tenía

ciertas dificultades para que el pañuelo que llevaba a la cabeza no se le

cayera en la sopa. El rey me preguntó por mi familia y le conté que

Michelle y las niñas se estaban adaptando a la vida en la Casa Blanca. Me

explicó que él tenía doce esposas —la prensa decía que ese número era más

cercano a treinta—, cuarenta hijos y decenas de nietos y biznietos.

—Espero que no le moleste la pregunta, su majestad —dije—, pero

¿cómo les sigue el ritmo a doce esposas?

—Muy mal —me contestó negando con la cabeza en un gesto de

cansancio—. Siempre hay alguna que está celosa de las demás. Es más

complicado que hacer política en Oriente Próximo.

Más tarde, Ben y Denis vinieron a la villa en la que me hospedaba para

comentar las últimas correcciones al discurso de El Cairo. Antes de que nos

sentáramos a trabajar, vi un gran maletín en la repisa. Abrí los pestillos y

levanté la parte de arriba. A un lado había una gran escena del desierto con

figuritas de oro en miniatura sobre una base de mármol, y un reloj de cristal

que funcionaba según los cambios de temperatura. Al otro lado, en un

estuche de terciopelo, había un collar la mitad de largo que una cadena de

bicicleta, con incrustaciones de lo que parecían ser cientos de miles de

dólares en rubíes y diamantes, y un anillo y pendientes a juego. Levanté los

ojos y miré a Ben y a Denis.

«Un detallito para su esposa —dijo Denis, y me contó que algunas

personas de la delegación habían encontrado estuches con relojes caros en

sus habitaciones—. Parece que nadie les había comentado a los saudíes que

tenemos prohibido aceptar regalos.»

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