Una-tierra-prometida (1)

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07.09.2022 Views

estar debidamente vinculada a una dirección local. Aún recuerdo la primeravez que unos cuantos de nosotros nos reunimos en torno a la mesa delcomedor, y cómo Ron resoplaba mientras repartía carpetas con el aval,junto con listas de votantes y una hoja de instrucciones. Propuse que, antesde hablar de los avales, organizásemos varios encuentros con el candidatoen distintos foros, y quizá también redactásemos documentos con nuestrapostura sobre diversos asuntos. Carol y Ron se miraron y se echaron a reír.«Jefe, te voy a explicar algo —dijo Carol—. Puedes guardarte todos esosrollos de la League of Women Voters para después de las elecciones. Ahoramismo, lo único que importa son los avales. Los tipos a los que te enfrentasvan a revisarlos con lupa para ver si tus firmas son válidas. Si no lo son, tequedarás sin participar. Y te garantizo que, por muy cuidadosos queseamos, en torno a la mitad de las firmas acabarán siendo malas; por esotenemos que conseguir al menos el doble de las que nos piden.»«El cuádruple», la corrigió Ron mientras me daba una carpeta.Debidamente aleccionado, conduje hasta uno de los barrios que Ronhabía seleccionado para la recogida de firmas. Me sentí como cuandoempezaba en el trabajo social comunitario: iba de casa en casa, en algunasno había nadie o no querían abrirme la puerta; mujeres con rulos y niñoscorreteando a su alrededor, hombres trabajando en el jardín; en alguna queotra, chicos jóvenes en camiseta y con un pañuelo anudado en la cabeza,que vigilaban las calles adyacentes mientras exhalaban un fuerte aliento aalcohol. Había quienes querían hablarme de los problemas de la escuelalocal o de la violencia con armas de fuego de la que se iba contagiando elque había sido hasta entonces un barrio tranquilo de clase trabajadora. Perola mayoría de ellos tomaban el papel, lo firmaban y trataban de retomarcuanto antes lo que estuviesen haciendo.Llamar a las puertas no tenía para mí nada de extraordinario, pero laexperiencia era nueva para Michelle, que animosamente dedicaba parte decada fin de semana a echar una mano. Y aunque a menudo conseguíarecoger más firmas que yo —con su deslumbrante sonrisa y sus historias deinfancia a pocas manzanas de distancia—, no había sonrisas dos horasdespués en el trayecto de vuelta a casa en coche.«Solo sé —dijo en un momento dado— que tengo que quererte muchopara pasar los sábados por la mañana haciendo esto.»A lo largo de varios meses conseguí recoger cuatro veces la cantidad defirmas requerida. Cuando no estaba en el bufete o dando clase, visitaba

asociaciones de vecinos y residencias de ancianos o asistía a reunionesparroquiales para presentarme ante los votantes. No era fácil. El discursoque llevaba aprendido era rígido, plagado de lenguaje político y falto deinspiración y humor. Además, me sentía incómodo al hablar de mí mismo.Como trabajador comunitario, siempre había procurado permanecer ensegundo plano.Pero me fui relajando, cada vez lo hacía mejor y el número de missimpatizantes fue en aumento. Poco a poco acumulé el respaldo defuncionarios locales, de pastores y de un puñado de organizacionesprogresistas; hasta conseguí redactar unos cuantos documentos con mipostura sobre varios asuntos. Me gustaría decir que así fue como terminó miprimera campaña: el candidato joven e intrépido, y su exitosa, bella ypaciente esposa, que comienzan con unos cuantos amigos en su salón ycongregan a la gente en torno a una nueva manera de hacer política.Pero no fue lo que sucedió. En agosto de 1995, nuestro congresista caídoen desgracia al final fue condenado y sentenciado a pena de cárcel, y seconvocó una votación especial para finales de noviembre. Con su escañovacío y los plazos establecidos oficialmente, además de Alice Palmer sesumaron a la pugna otros candidatos, entre los que estaba Jesse Jackson Jr.,que había acaparado la atención del país con la emocionante presentaciónque había hecho de su padre en la Convención Nacional Demócrata de1988. Michelle y yo conocíamos a Jesse Jr., y le teníamos aprecio. Suhermana Santita había sido una de las mejores amigas de Michelle en elinstituto y dama de honor en nuestra boda. Jesse Jr. era lo suficientementepopular para que el anuncio de su candidatura alterase de inmediato ladinámica de la contienda, y colocase a Alice en una situación de enormedesventaja.Y puesto que ahora la votación extraordinaria al Congreso iba acelebrarse unas pocas semanas antes de la fecha límite para presentar losavales de las candidaturas a competir por el escaño de Alice en el Senado,mi equipo empezó a inquietarse.—Más te vale confirmar de nuevo que Alice no va a jugártela si pierdecontra Jesse Jr. —dijo Ron.Negué con la cabeza.—Me prometió que no se presentaría. Me dio su palabra. Y lo dijopúblicamente. Incluso en los periódicos.—Eso está muy bien, Barack, pero ¿podrías confirmarlo, por favor?

asociaciones de vecinos y residencias de ancianos o asistía a reuniones

parroquiales para presentarme ante los votantes. No era fácil. El discurso

que llevaba aprendido era rígido, plagado de lenguaje político y falto de

inspiración y humor. Además, me sentía incómodo al hablar de mí mismo.

Como trabajador comunitario, siempre había procurado permanecer en

segundo plano.

Pero me fui relajando, cada vez lo hacía mejor y el número de mis

simpatizantes fue en aumento. Poco a poco acumulé el respaldo de

funcionarios locales, de pastores y de un puñado de organizaciones

progresistas; hasta conseguí redactar unos cuantos documentos con mi

postura sobre varios asuntos. Me gustaría decir que así fue como terminó mi

primera campaña: el candidato joven e intrépido, y su exitosa, bella y

paciente esposa, que comienzan con unos cuantos amigos en su salón y

congregan a la gente en torno a una nueva manera de hacer política.

Pero no fue lo que sucedió. En agosto de 1995, nuestro congresista caído

en desgracia al final fue condenado y sentenciado a pena de cárcel, y se

convocó una votación especial para finales de noviembre. Con su escaño

vacío y los plazos establecidos oficialmente, además de Alice Palmer se

sumaron a la pugna otros candidatos, entre los que estaba Jesse Jackson Jr.,

que había acaparado la atención del país con la emocionante presentación

que había hecho de su padre en la Convención Nacional Demócrata de

1988. Michelle y yo conocíamos a Jesse Jr., y le teníamos aprecio. Su

hermana Santita había sido una de las mejores amigas de Michelle en el

instituto y dama de honor en nuestra boda. Jesse Jr. era lo suficientemente

popular para que el anuncio de su candidatura alterase de inmediato la

dinámica de la contienda, y colocase a Alice en una situación de enorme

desventaja.

Y puesto que ahora la votación extraordinaria al Congreso iba a

celebrarse unas pocas semanas antes de la fecha límite para presentar los

avales de las candidaturas a competir por el escaño de Alice en el Senado,

mi equipo empezó a inquietarse.

—Más te vale confirmar de nuevo que Alice no va a jugártela si pierde

contra Jesse Jr. —dijo Ron.

Negué con la cabeza.

—Me prometió que no se presentaría. Me dio su palabra. Y lo dijo

públicamente. Incluso en los periódicos.

—Eso está muy bien, Barack, pero ¿podrías confirmarlo, por favor?

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