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Una-tierra-prometida (1)

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presidente de Estados Unidos iba a sorprender a mucha gente, pensé, y tal

vez podía abrirles la mente a otras verdades más difíciles: que el

fundamentalismo islámico que había dominado gran parte del mundo

musulmán era incompatible con la actitud abierta y tolerante que

alimentaba el progreso moderno; que con frecuencia los líderes

musulmanes alentaban proclamas contra Occidente de manera deshonesta

para distraer la atención sobre sus propios errores; que el Estado palestino

solo se lograría mediante la negociación y el acuerdo mutuo y no mediante

el llamamiento a la violencia y el antisemitismo; que ninguna sociedad

puede llegar a ser verdaderamente exitosa si reprime a sus mujeres de modo

sistemático.

Todavía estábamos trabajando en el discurso cuando aterrizamos en Riad,

Arabia Saudí, donde tenía una reunión con el rey Abdalá bin Abdulaziz al-

Saúd, guardián de las Sagradas Mezquitas (de La Meca y La Medina) y el

líder más poderoso del mundo árabe. Nunca antes había puesto un pie en el

reino y lo primero que noté en la fastuosa ceremonia de bienvenida en el

aeropuerto fue la completa ausencia de mujeres o niños en la pista y en la

terminal; solo se veían filas de hombres de bigotes negros en uniformes

militares o con el thaub y la kufiyya tradicionales. Como es lógico, aquello

era lo esperable, así se hacían las cosas en el Golfo. Pero cuando subí a la

Bestia, seguía impresionado por la sensación opresiva y triste que

provocaba un sitio con tanta segregación, como si de repente hubiese

entrado en un mundo en el que se hubieran apagado todos los colores.

El rey lo había organizado todo para que mi equipo y yo nos

hospedáramos en su rancho de caballos a las afueras de Riad, y mientras

nuestra caravana y la escolta policial avanzaban a toda velocidad por una

carretera amplia e impecable bajo un pálido sol, y los enormes edificios

gubernamentales sin adornos, las mezquitas, las tiendas y los

concesionarios de coches de lujo daban paso bruscamente al áspero

desierto, pensé en lo poco que el islam de Arabia Saudí recordaba a la

versión de la fe que había presenciado en mi infancia, cuando vivíamos en

Indonesia. En las décadas de 1960 y 1970 en Yakarta, el islam ocupaba más

o menos el mismo lugar en la cultura local que el cristianismo en cualquier

ciudad o pueblo medio de Estados Unidos: relevante, pero no dominante.

La llamada a la oración del muecín marcaba el ritmo de los días; las bodas y

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