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Una-tierra-prometida (1)

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cancelarlo, le dije a Rahm que no era una opción echarnos atrás. «Puede

que no cambiemos la actitud de esos países de la noche a la mañana —le

dije—, pero si no hablamos honestamente sobre las fuentes de tensión entre

Occidente y el mundo musulmán, y no describimos el aspecto que podría

tener una coexistencia pacífica, nos vamos a pasar los próximos treinta años

luchando en guerras en esa zona.»

Para ayudarme a escribir ambos discursos recluté el enorme talento de

Ben Rhodes, mi redactor de discursos en el Consejo de Seguridad Nacional

de treinta y un años, y pronto asesor adjunto en seguridad nacional para

comunicación estratégica. Si Brennan representaba a alguien capaz de

actuar como intermediario entre el aparato de la seguridad nacional y yo,

Ben me conectaba con mi lado más juvenil e idealista. Criado en Manhattan

por una madre judía progresista y un padre abogado de Texas, ambos con

puestos en el Gobierno durante la era Lyndon Johnson, estaba estudiando

un máster en Escritura Creativa en la Universidad de Nueva York cuando

sucedió el 11-S. Impulsado por la indignación patriótica, Ben se dirigió a

Washington para ver si encontraba alguna manera de prestar servicio, y

finalmente consiguió trabajo con un congresista de Indiana, Lee Hamilton,

y ayudó a redactar en 2006 el influyente informe del Grupo de Estudio de

Irak.

De baja estatura y prematuramente calvo, con unas cejas oscuras que

parecían eternamente ceñudas, a Ben le habían lanzado sin miramientos a lo

más hondo de la piscina, y nuestro equipo de campaña, escaso de personal,

le había pedido sin descanso informes de la situación, comunicados de

prensa e importantes discursos. Hubo algunas dificultades iniciales: en

Berlín, por ejemplo, él y Favs habían encontrado una frase preciosa en

alemán —«comunidad del destino»— para unir los distintos temas de mi

único gran discurso preelectoral en el extranjero, hasta que un par de horas

antes de subir al escenario descubrieron que Hitler había utilizado esa

misma expresión en uno de sus primeros discursos ante el Reichstag, el

Parlamento alemán. («Tal vez no surta el efecto que estás buscando», dijo

Reggie Love sin expresión alguna, yo me reí a carcajadas mientras Ben se

ponía colorado.) A pesar de su juventud, a Ben no le temblaba el pulso a la

hora de ponderar alguna medida o contradecir a alguno de mis asesores

sénior con una inteligencia aguda y una obstinada honestidad aligeradas por

un humor autocrítico y un sano sentido de la ironía. Tenía la sensibilidad de

un escritor, algo que compartíamos y que fue la base de una relación no

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