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Una-tierra-prometida (1)

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Oeste, justo debajo del despacho Oval, durante fines de semana y festivos,

despierto mientras los demás dormían, estudiando con atención cada

informe de inteligencia con una intensidad tan ceñuda y terca que la gente

de la Casa Blanca le apodó el Centinela.

Enseguida resultó evidente que dejar atrás los efectos colaterales de las

prácticas antiterroristas previas e instaurar unas nuevas donde fuera

necesario iba a ser un trabajo lento y doloroso. Cerrar el centro militar de

detención de la Bahía de Guantánamo implicaba encontrar otros medios

para retener y procesar legalmente tanto a los actuales detenidos como a

cualquier terrorista que capturáramos en el futuro. Apurado por un conjunto

de solicitudes que, apelando a la Ley por la Libertad de la Información, se

habían abierto camino hasta los tribunales, tuve que decidir qué documentos

relacionados con los ahogamientos simulados y programas de entrega de la

CIA de la era Bush debían ser desclasificados (opté por decir que sí a las

circulares legales que justificaban esas prácticas —ya que tanto las

circulares como los programas en sí eran ampliamente conocidos— y no a

las fotografías de las prácticas en sí, porque el Pentágono y el Departamento

de Estado temían que desencadenara la indignación internacional y pusieran

a nuestros soldados y diplomáticos en peligro). Los equipos legales y el

personal de seguridad nacional se esforzaron para encontrar la forma de

instaurar una mayor supervisión judicial y del Congreso en la lucha

antiterrorista, y para cumplir con nuestras obligaciones de transparencia sin

poner sobre aviso a los terroristas suscritos a The New York Times .

En vez de seguir con lo que a los ojos del mundo habría parecido un

puñado de decisiones puntuales de política exterior, decidimos que daría un

par de discursos sobre nuestra lucha antiterrorista. En el primero, orientado

principalmente al público interno, insistiría en que la seguridad

estadounidense a largo plazo dependía de la fidelidad a nuestra Constitución

y al imperio de la ley, y admitiría que en las secuelas directas del 11-S no

habíamos cumplido siempre con esos patrones, así como a exponer cómo

mi Administración pensaba abordar la lucha contra el terrorismo. El

segundo, programado para darlo en El Cairo, estaría dirigido a una

audiencia internacional; en concreto, a los musulmanes de todo el mundo.

Durante la campaña había prometido que daría un discurso así, y aunque

con todo lo que estaba pasando algunos miembros de mi equipo sugirieron

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