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Una-tierra-prometida (1)

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alcanzar, y a penetrar en lo más profundo del sistema para asegurarnos de

que efectivamente se producían esos cambios necesarios.

Esa persona era John Brennan. A sus cincuenta y pocos años, de cabello

fino y canoso, con la cadera lastimada (a consecuencia de abusar de los

mates cuando jugaba al baloncesto en el instituto), y la cara de un boxeador

irlandés, se había interesado por cuestiones árabes cuando estaba en la

universidad, había estudiado en la Universidad Americana en El Cairo y se

había unido a la CIA en 1980 respondiendo a un anuncio publicado en The

New York Times . Los siguientes veinticinco años los había pasado en la

agencia como comisionado de inteligencia, jefe de estación en Oriente

Próximo y, finalmente, como subdirector ejecutivo con el presidente Bush,

encargado de organizar la unidad integral antiterrorista de la agencia tras el

11-S.

A pesar de su currículo y de su aspecto de tipo duro, lo que más me

impresionaba de Brennan eran su seriedad y la ausencia en él de

bravuconería (aparte de la incongruencia de la amabilidad de su voz). Si

bien su compromiso con la destrucción de Al Qaeda y otras organizaciones

similares era inquebrantable, sentía el suficiente respeto por la cultura

islámica y las complejidades de Oriente Próximo para saber que semejante

tarea no se lograría solo disparando armas y lanzando bombas. Cuando me

dijo que se había opuesto a los ahogamientos simulados y a otros

mecanismos para «mejorar los interrogatorios» autorizados por su jefe, le

creí. Y estaba convencido de que su credibilidad entre la comunidad de

inteligencia me iba a resultar muy valiosa.

Aun así, Brennan había formado parte de la agencia mientras se

realizaban los ahogamientos simulados, y esa asociación lo incapacitaba

como mi primer director de la CIA. A cambio le ofrecí el cargo público de

asesor adjunto en cuestiones de seguridad nacional para seguridad interna y

antiterrorismo. «Tu trabajo —le dije— será ayudarme a proteger este país

de manera consecuente con nuestros valores, y asegurarte de que todo el

mundo hace lo mismo. ¿Puedes hacerlo?» Me contestó que sí.

Durante los siguientes cuatro años, John Brennan cumpliría esa promesa,

ayudándonos a gestionar nuestros intentos de reforma y actuando como mi

intermediario ante la burocracia de la CIA, por momentos escéptica y

resistente. Además compartía mi carga de saber que cualquier error que

cometiéramos podía costar la vida de personas, y ese era el motivo por el

que se le veía trabajando estoicamente en una oficina sin ventanas en el Ala

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