Una-tierra-prometida (1)
herramientas de las que podía abusarse que violaciones indiscriminadas alas libertades civiles en Estados Unidos.La forma en que la Administración Bush había influido en la opiniónpública para que apoyara la invasión a Irak (por no mencionar su uso delterrorismo como arma política en las elecciones de 2004) había sido máscondenable. Y como es lógico, en mi opinión, la mera invasión había sidouna equivocación estratégica equiparable al error de Vietnam décadas antes.Pero lo cierto es que las guerras en Irak y Afganistán no habían implicadoel bombardeo indiscriminado ni puesto en el blanco a civiles de la maneraen que se había hecho en guerras «justas», como la Segunda GuerraMundial. Con notorias excepciones, como la de Abu Ghraib, nuestrossoldados en el terreno habían mostrado un altísimo grado de disciplina yprofesionalidad.A mi juicio, mi trabajo consistía en arreglar aquellos aspectos de la luchacontra el terrorismo que había que mejorar y no tanto en arrancar las raícesy cortar las ramas para empezar de cero. Uno de ellos era cerrar el centromilitar de detención de la Bahía de Guantánamo para frenar de una vez elflujo constante de prisioneros ubicados allí en reclusión indefinida. Otroasunto a resolver era emitir la orden ejecutiva para poner fin a la tortura. Apesar de que en las sesiones informativas de la transición me habíanasegurado que las entregas extrajudiciales y los «interrogatorios mejorados»se habían suspendido durante el segundo mandato del presidente Bush, laforma hipócrita, displicente y en ocasiones absurda con la que algunos altosrangos de administraciones anteriores me describían esas prácticas(«Siempre había un médico presente para asegurar que el sospechoso nosufriera un daño permanente o muriera»), me convencieron de la necesidadde establecer unos límites claros. Por encima de todo, mi prioridad era crearsólidos sistemas de transparencia, rendición de cuentas y supervisión queincluyeran al Congreso y a la judicatura, y que proveyeran un marco legalcreíble a lo que por desgracia se sospechaba que sería una lucha a largoplazo. Para lograrlo necesitaba la mirada fresca y la actitud crítica de losabogados, en su mayoría progresistas, que trabajaban conmigo en lasoficinas de asesoría de la Casa Blanca, el Pentágono, la CIA y elDepartamento de Estado. Pero también necesitaba a alguien que hubieraactuado en el frente de la lucha antiterrorista de Estados Unidos, alguienque me ayudara a revisar los distintos compromisos que sin duda había que
alcanzar, y a penetrar en lo más profundo del sistema para asegurarnos deque efectivamente se producían esos cambios necesarios.Esa persona era John Brennan. A sus cincuenta y pocos años, de cabellofino y canoso, con la cadera lastimada (a consecuencia de abusar de losmates cuando jugaba al baloncesto en el instituto), y la cara de un boxeadorirlandés, se había interesado por cuestiones árabes cuando estaba en launiversidad, había estudiado en la Universidad Americana en El Cairo y sehabía unido a la CIA en 1980 respondiendo a un anuncio publicado en TheNew York Times . Los siguientes veinticinco años los había pasado en laagencia como comisionado de inteligencia, jefe de estación en OrientePróximo y, finalmente, como subdirector ejecutivo con el presidente Bush,encargado de organizar la unidad integral antiterrorista de la agencia tras el11-S.A pesar de su currículo y de su aspecto de tipo duro, lo que más meimpresionaba de Brennan eran su seriedad y la ausencia en él debravuconería (aparte de la incongruencia de la amabilidad de su voz). Sibien su compromiso con la destrucción de Al Qaeda y otras organizacionessimilares era inquebrantable, sentía el suficiente respeto por la culturaislámica y las complejidades de Oriente Próximo para saber que semejantetarea no se lograría solo disparando armas y lanzando bombas. Cuando medijo que se había opuesto a los ahogamientos simulados y a otrosmecanismos para «mejorar los interrogatorios» autorizados por su jefe, lecreí. Y estaba convencido de que su credibilidad entre la comunidad deinteligencia me iba a resultar muy valiosa.Aun así, Brennan había formado parte de la agencia mientras serealizaban los ahogamientos simulados, y esa asociación lo incapacitabacomo mi primer director de la CIA. A cambio le ofrecí el cargo público deasesor adjunto en cuestiones de seguridad nacional para seguridad interna yantiterrorismo. «Tu trabajo —le dije— será ayudarme a proteger este paísde manera consecuente con nuestros valores, y asegurarte de que todo elmundo hace lo mismo. ¿Puedes hacerlo?» Me contestó que sí.Durante los siguientes cuatro años, John Brennan cumpliría esa promesa,ayudándonos a gestionar nuestros intentos de reforma y actuando como miintermediario ante la burocracia de la CIA, por momentos escéptica yresistente. Además compartía mi carga de saber que cualquier error quecometiéramos podía costar la vida de personas, y ese era el motivo por elque se le veía trabajando estoicamente en una oficina sin ventanas en el Ala
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herramientas de las que podía abusarse que violaciones indiscriminadas a
las libertades civiles en Estados Unidos.
La forma en que la Administración Bush había influido en la opinión
pública para que apoyara la invasión a Irak (por no mencionar su uso del
terrorismo como arma política en las elecciones de 2004) había sido más
condenable. Y como es lógico, en mi opinión, la mera invasión había sido
una equivocación estratégica equiparable al error de Vietnam décadas antes.
Pero lo cierto es que las guerras en Irak y Afganistán no habían implicado
el bombardeo indiscriminado ni puesto en el blanco a civiles de la manera
en que se había hecho en guerras «justas», como la Segunda Guerra
Mundial. Con notorias excepciones, como la de Abu Ghraib, nuestros
soldados en el terreno habían mostrado un altísimo grado de disciplina y
profesionalidad.
A mi juicio, mi trabajo consistía en arreglar aquellos aspectos de la lucha
contra el terrorismo que había que mejorar y no tanto en arrancar las raíces
y cortar las ramas para empezar de cero. Uno de ellos era cerrar el centro
militar de detención de la Bahía de Guantánamo para frenar de una vez el
flujo constante de prisioneros ubicados allí en reclusión indefinida. Otro
asunto a resolver era emitir la orden ejecutiva para poner fin a la tortura. A
pesar de que en las sesiones informativas de la transición me habían
asegurado que las entregas extrajudiciales y los «interrogatorios mejorados»
se habían suspendido durante el segundo mandato del presidente Bush, la
forma hipócrita, displicente y en ocasiones absurda con la que algunos altos
rangos de administraciones anteriores me describían esas prácticas
(«Siempre había un médico presente para asegurar que el sospechoso no
sufriera un daño permanente o muriera»), me convencieron de la necesidad
de establecer unos límites claros. Por encima de todo, mi prioridad era crear
sólidos sistemas de transparencia, rendición de cuentas y supervisión que
incluyeran al Congreso y a la judicatura, y que proveyeran un marco legal
creíble a lo que por desgracia se sospechaba que sería una lucha a largo
plazo. Para lograrlo necesitaba la mirada fresca y la actitud crítica de los
abogados, en su mayoría progresistas, que trabajaban conmigo en las
oficinas de asesoría de la Casa Blanca, el Pentágono, la CIA y el
Departamento de Estado. Pero también necesitaba a alguien que hubiera
actuado en el frente de la lucha antiterrorista de Estados Unidos, alguien
que me ayudara a revisar los distintos compromisos que sin duda había que