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Una-tierra-prometida (1)

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La Casa Blanca también se reorganizó para gestionar la amenaza

terrorista. Todos los meses presidía un encuentro en la sala de Crisis en el

que reunía a todas las agencias de inteligencia para revisar los últimos

avances y asegurar la coordinación. La Administración Bush había

elaborado una clasificación de objetivos terroristas, una suerte de «top 20»

completada con fotos, información sobre los alias y estadísticas básicas,

como en los cromos de béisbol. Por lo general, cada vez que se daba de baja

a alguna amenaza de la lista, se agregaba un nuevo objetivo, lo que llevó a

Rahm a afirmar que «al Departamento de Recursos Humanos de Al Qaeda

le debía de estar costando cubrir la vacante 21». De hecho, mi hiperactivo

jefe de gabinete —que llevaba suficiente tiempo en Washington para saber

que su nuevo y progresista presidente no se podía permitir el lujo de

mostrarse suave frente al terrorismo— estaba obsesionado con la lista y

arrinconaba a los responsables de nuestras operaciones de localización de

objetivos para que averiguaran por qué se estaba tardando tanto en

encontrar al número 10 o al 14.

Nada de todo eso me producía ninguna alegría. No me hacía sentir

poderoso. Me había metido en política para ayudar a que los niños tuvieran

una mejor educación, para conseguir que las familias tuvieran asistencia

médica, para que los países pobres cultivaran más alimentos; ese era la

clase de poder con el que medía mis logros.

Pero había que hacer el trabajo y mi responsabilidad consistía en asegurar

que nuestras operaciones fueran lo más eficaces posible. Además, a

diferencia de algunas personas de izquierdas, yo jamás suscribí una condena

total de la forma en que la Administración Bush había gestionado la lucha

antiterrorista. Había visto lo suficiente en cuestiones de inteligencia para

saber que Al Qaeda y sus aliados no paraban de idear crímenes horribles

contra gente inocente. Sus miembros no estaban abiertos a negociaciones ni

se regían por las normas habituales de combate. Impedir sus planes y

erradicarlos era una tarea extraordinariamente compleja. En las jornadas

subsiguientes al 11-S, el presidente Bush había hecho algunas cosas bien,

como reprimir con rapidez y consistencia los sentimientos antislámicos en

Estados Unidos —un gran logro dada la historia de nuestro país con el

macartismo y los campos de concentración para japoneses— y movilizar el

apoyo internacional para la primera campaña afgana. Incluso algunos

programas controvertidos de la Administración Bush, como la Ley

Patriótica, que yo mismo había criticado, me parecían ahora más bien

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