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Una-tierra-prometida (1)

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unos pocos centímetros; tres balas que habían alcanzado su objetivo en la

oscuridad en vez de hundirse por muy poco en una inesperada ola del mar.

Pero también porque me daba cuenta de que por todo el mundo, en lugares

como Yemen o Afganistán, Pakistán o Irak, la vida de miles de jóvenes

como aquellos tres somalíes (en realidad casi niños, calculamos que el

mayor de los piratas tenía diecinueve años) se torcía y se truncaba

constantemente por la desesperación, la ignorancia, los sueños de gloria

religiosa, la violencia del entorno o los planes de otros adultos. Esos

jóvenes eran peligrosos, muchas veces intencionada y despreocupadamente

crueles. En conjunto, al menos, quería salvarles de alguna manera; hacer

que fueran a la escuela, darles un oficio, vaciarles del odio con el que les

habían llenado la cabeza. Sin embargo, el mundo del que ellos formaban

parte y la maquinaria que yo dirigía me llevaba, con más frecuencia, a

matarles.

No era una sorpresa que una parte de mi trabajo implicara ordenar que

matasen personas, pero rara vez se presentaba de esa forma. Luchar contra

los terroristas —«en su línea de diez yardas, no en la nuestra», como le

gustaba decir a Gates— había brindado todos los argumentos que habían

justificado las guerras en Irak y Afganistán. Pero como Al Qaeda se había

dispersado y recluido en la clandestinidad haciendo metástasis en una

compleja red de socios, agentes, células durmientes y simpatizantes

conectados a través de internet y de móviles desechables, nuestros cuerpos

de seguridad nacional se habían visto obligados a elaborar nuevas formas de

combate armado más precisas, no tradicionales, que incluían el manejo de

un arsenal de drones letales para acabar con los efectivos de Al Qaeda

dentro del territorio de Pakistán. La Agencia de Seguridad Nacional, ya

entonces la organización de inteligencia electrónica más sofisticada del

mundo, utilizó nuevos superordenadores y tecnología de desciframiento

valorada en miles de millones de dólares para rastrear el ciberespacio en

busca de mensajes entre terroristas y potenciales amenazas. El JSOC,

conducido por comandos SEAL del Cuerpo de Marines y fuerzas especiales

del ejército, llevaban a cabo redadas nocturnas y capturaban sospechosos de

terrorismo casi siempre dentro —aunque a veces también fuera— de las

zonas de guerra de Irak y Afganistán. Y la CIA desarrolló nuevas formas de

análisis y recopilación de inteligencia.

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