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Una-tierra-prometida (1)

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había una conexión directa, aunque por completo inverosímil, entre aquel

momento y este otro. Yo era el producto de los sueños de aquel joven; y

mientras nos deteníamos en la improvisada zona de espera tras el amplio

escenario, una parte de mí se imaginó a sí mismo no tanto como el político

en el que me había convertido como una de esas personas de la multitud,

libre de compromisos con el poder, libre de la necesidad de adaptarse a

hombres como Erdogan y Klaus, obligado solo a hacer causa común con

aquellos que buscaban construir un mundo mejor.

Tras el discurso, tuve ocasión de hacer una visita a Václav Havel,

dramaturgo y exdisidente que había sido presidente de la República Checa

durante dos mandatos, hasta el 2003. Participante en la Primavera de Praga,

persona non grata tras la ocupación soviética, habían prohibido sus libros y

le habían encarcelado repetidamente por sus actividades políticas. Havel,

tanto como el que más, había dado voz moral a los movimientos demócratas

de base que habían acabado con la era soviética. Junto a Nelson Mandela y

otro puñado de hombres de Estado aún con vida, había sido un modelo para

mí en la distancia. Había leído sus ensayos cuando estaba en la facultad de

Derecho y ver cómo mantenía su brújula moral incluso después de que los

suyos se hubiesen hecho con el poder y él asumiese la presidencia, me

había ayudado a convencerme de que era posible entrar en política y salir de

ella con el alma intacta.

Nuestro encuentro fue breve por culpa de mis obligaciones. Havel tenía

setenta y pocos años, pero parecía mucho más joven, tenía un aire modesto,

un rostro cálido y arrugado, un oxidado pelo rubio y un bigote recortado.

Después de posar para las fotografías y dirigirme a la prensa allí reunida,

nos sentamos en una sala donde, con la ayuda de su intérprete personal,

hablamos durante unos cuarenta y cinco minutos sobre la crisis financiera,

Rusia y el futuro de Europa. A él le preocupaba que Estados Unidos

pensara que los problemas de Europa estaban resueltos cuando, de hecho,

en todos los antiguos países satélites de la Unión Soviética, el compromiso

con la democracia era aún frágil. A medida que se desdibujaban los

recuerdos del viejo régimen, y salían de la escena política los líderes que,

como él, habían forjado relaciones con Estados Unidos, los peligros del

antiliberalismo eran más reales.

«En cierto sentido los soviéticos simplificaron el dilema de quién era el

enemigo —dijo Havel—. Los autócratas de hoy son más sofisticados.

Defienden las elecciones al mismo tiempo que desprecian poco a poco las

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