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Una-tierra-prometida (1)

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OTAN, el primer ministro turco había dado instrucciones a su equipo para

que bloquearan el nombramiento del bien considerado primer ministro

danés Anders Rasmussen como nuevo secretario general de la organización,

y no porque pensara que este no estuviera capacitado, sino porque el

Gobierno de Rasmussen había rechazado actuar a favor de la demanda turca

de que censurara en 2005 la publicación de unas viñetas en las que se

representaba al profeta Mahoma en un periódico danés. Los reclamos

europeos a favor de la libertad de prensa habían dejado impasible a

Erdogan, y solo cedió después de que yo le prometiera que Rasmussen

tendría un suplente turco y le convenciese de que mi siguiente visita —y la

opinión pública estadounidense sobre Turquía— se vería seriamente

afectada si no se llevaba a cabo el nombramiento de Rasmussen.

Aquello estableció el patrón durante los siguientes ocho años. El interés

mutuo impuso que Erdogan y yo desarrolláramos una relación de trabajo.

Turquía buscaba a Estados Unidos para que apoyara su petición de ingreso

en la Unión Europea, al mismo tiempo que ofrecía asistencia militar y de

inteligencia para combatir a los separatistas kurdos que se habían reforzado

tras la caída de Sadam Husein. Por nuestra parte, necesitábamos la

cooperación turca para combatir el terrorismo y estabilizar Irak.

Personalmente me pareció que el primer ministro fue cordial y respondió a

mis peticiones, pero siempre que le escuchaba hablar, su alta figura un poco

encorvada, aquella voz de contundente staccato que se alzaba una octava en

respuesta a las diversas quejas o faltas de respeto, tenía la fuerte impresión

de que su compromiso con la democracia y la soberanía de la ley duraría

siempre y cuando él no perdiera su poder.

Mis dudas sobre la durabilidad de los valores democráticos no se

limitaban solo a Turquía. Durante mi parada en Praga, unos cargos de la

Unión Europea me habían manifestado su alarma por el ascenso de partidos

de extrema derecha en toda Europa y por cómo la crisis económica estaba

provocando un repunte del nacionalismo, de los sentimientos

antinmigrantes y un escepticismo ante la integración. El presidente checo de

turno, Václav Klaus, a quien hice una pequeña visita de cortesía, encarnaba

algunas de esas tendencias. Declarado «euroescéptico» y en el cargo desde

2003, era a la vez un ardiente defensor del mercado libre y un admirador de

Vladimir Putin. Y aunque tratamos de mantener un tono ligero durante

nuestra conversación, lo que conocía de su historial público —que había

apoyado intentos de censura en la televisión checa, que despreciaba los

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