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Una-tierra-prometida (1)

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Al menos en teoría, podía simpatizar con su punto de vista. Juntos, los

países del BRICS representaban al 40 por ciento de la población mundial

pero un cuarto del PIB y solo una fracción de su riqueza. Las decisiones que

se tomaban en las salas de juntas de las corporaciones en Nueva York,

Londres o París muchas veces tenían más impacto en sus economías que las

decisiones políticas de sus propios gobiernos. Su influencia en el Banco

Mundial y en el FMI seguía siendo limitada, a pesar de las impresionantes

transformaciones económicas que habían tenido lugar en China, India y

Brasil. Y si Estados Unidos quería preservar el sistema global que tanto nos

había servido, tenía sentido darles a esos poderes emergentes más voz en la

dirección, al mismo tiempo que se les insistía en que se hicieran

responsables de los costes que implicaba su mantenimiento.

Aun así, cuando el segundo día eché un vistazo a la mesa de la cumbre

no pude evitar preguntarme cómo funcionaría un mayor papel del BRICS

en la gobernanza global. El presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva,

por ejemplo, había visitado el despacho Oval en marzo y me había

impresionado mucho. Era un canoso y cautivador exlíder sindical que había

estado preso por protestar contra el anterior Gobierno militar y luego había

sido elegido en 2002, iniciando una serie de prácticas reformas que habían

disparado la tasa de crecimiento de Brasil, habían aumentado su clase

media y provisto de casa y educación a millones de sus ciudadanos más

pobres. Se decía también que tenía los escrúpulos de un jefe del Tammany

Hall, y había rumores de amiguismos gubernamentales, tratos de favor y

sobornos de miles de millones.

El presidente Dmitri Medvédev, por su parte, parecía ser un símbolo de la

nueva Rusia: joven, esbelto y vestido a la última, con trajes de sastre

europeos. El problema es que él no era el verdadero poder en Rusia. El

poder lo ejercía su patrocinador, Vladimir Putin: un antiguo oficial del

KGB, dos veces presidente y entonces primer ministro, y líder de lo que

parecía más un sindicato criminal que un gobierno tradicional; un sindicato

cuyos tentáculos abarcaban hasta el último aspecto de la economía.

Sudáfrica estaba en ese momento en una transición, el presidente

provisional Kgalema Motlanthe no iba a tardar en ser reemplazado por

Jacob Zuma, líder del partido de Nelson Mandela, el Congreso Nacional

Africano, que controlaba el Parlamento de la nación. En encuentros

subsiguientes, Zuma me sorprendió como alguien bastante amistoso.

Hablaba con elocuencia de la necesidad de un comercio justo, de progreso

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