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Una-tierra-prometida (1)

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organizativas, visión estratégica y una paciencia inquebrantable. Merkel

tenía unos grandes y brillantes ojos azules que podían conmoverse a ratos

con sentimientos de frustración, diversión o atisbos de dolor. Pero cuando

no era así, su apariencia imperturbable reflejaba una sensibilidad analítica y

práctica. Era célebre su suspicacia ante los arrebatos emocionales o la

retórica florida, y su equipo me confesó más tarde que al inicio había sido

escéptica con respecto a mí precisamente por mis dotes oratorias. No me lo

tomé como una ofensa, y pensé que para una líder alemana la aversión a

una posible demagogia seguramente era algo muy sano.

Sarkozy, por otro lado, era puro estallido emocional y retórica florida.

Con sus rasgos oscuros, expresivos y vagamente mediterráneos (era medio

húngaro y un cuarto de origen griego judío) y su pequeña estatura (medía

1,65 pero llevaba alzas en los zapatos para parecer más alto) parecía un

personaje de Toulouse-Lautrec. A pesar de provenir de una familia

acomodada, admitía abiertamente que su ambición la había alimentado en

parte una permanente sensación de sentirse un extraño. Al igual que

Merkel, Sarkozy se había labrado un nombre como líder de centroderecha,

y había ganado la presidencia en un sistema económico de laissez-faire ,

leyes laborales más flexibles, impuestos bajos y un Estado de bienestar

menos generoso. Pero, a diferencia de Merkel, había sido bastante

incoherente cuando se trataba de política, siempre llevado por los titulares o

la conveniencia. En la época en que llegamos a Londres para el G20, ya

denunciaba verbalmente los excesos del capitalismo global. Pero si bien

Sarkozy carecía de consistencia ideológica, lo compensaba con su audacia,

encanto y energía frenética. Es más, las conversaciones con él eran a ratos

entretenidas y exasperantes, no paraba de mover las manos, sacaba pecho

como un gallo de pelea, con su intérprete personal (a diferencia de Merkel,

el inglés de Sarkozy era limitado) siempre a su lado imitando con frenesí

cada uno de sus gestos y entonaciones mientras la conversación se

precipitaba desde la adulación hasta la fanfarronada o el verdadero

conocimiento, sin alejarse nunca de su interés principal y rara vez oculto:

ser el centro de atención y llevarse el mérito de fuese lo que fuera que

mereciera la pena llevarse el mérito.

Por mucho que agradeciera el hecho de que Sarkozy había apoyado mi

campaña desde el principio (respaldándome en una efusiva rueda de prensa

durante mi visita preelectoral a París), no era difícil de adivinar cuál de los

dos líderes europeos iba a demostrar ser un socio más fiable. Al final, sin

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