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Una-tierra-prometida (1)

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El pronóstico no era bueno. Al menos una vez al día pensaba en perderla

y se me encogía el corazón. Justo después de que mi madre recibiese la

noticia, volé a Hawái y me alivió ver que seguía siendo la misma y estaba

animada. Confesó que estaba asustada pero quería coger el toro por los

cuernos y someterse al tratamiento.

—Yo de aquí no me voy —me dijo— hasta que me des nietos.

Recibió la noticia de mi posible candidatura al Senado estatal con su

entusiasmo habitual, y se empeñó en que le contase todos los detalles. Se

dio cuenta de que sería muchísimo trabajo, pero a mi madre eso nunca le

había parecido mal.

—Asegúrate de que a Michelle le parece bien —añadió—. Aunque

tampoco es que yo sea experta en matrimonios, y ni se te ocurra usarme

como excusa para dejar de hacerlo. Ya tengo bastante con lo mío para sentir

que los demás dejan de hacer cosas por mí. Me pone enferma, ¿lo

entiendes?

—Lo entiendo.

Siete meses después de su diagnóstico, la situación se complicó. En

septiembre, Michelle y yo volamos a Nueva York para acompañar a Maya y

a mi madre en su visita a la consulta de un especialista del Centro

Oncológico Memorial Sloan Kettering. Estaba en plena quimioterapia, que

la había transformado físicamente. Había perdido su largo pelo castaño; sus

ojos parecían vacíos. Lo peor fue el resultado de la evaluación del

especialista: su cáncer estaba en fase cuatro y las posibilidades de

tratamiento eran limitadas. Mientras veía cómo mi madre chupaba cubitos

de hielo porque sus glándulas salivales estaban cerradas, hice lo que pude

por poner buena cara. Le conté historias graciosas sobre mi trabajo, y le

expliqué la trama de una película que acababa de ver. Nos reímos cuando

Maya —que era nueve años más joven que yo y estaba estudiando en la

Universidad de Nueva York— nos recordó lo mandón que había sido como

hermano mayor. Tomé a mi madre de la mano y me aseguré de que estaba

cómoda antes de disponerse a descansar. Después volví a mi hotel y me

eché a llorar.

Fue durante ese viaje a Nueva York cuando le propuse a mi madre que

viniese a vivir con nosotros a Chicago; mi abuela era demasiado mayor para

cuidar de ella todo el tiempo. Pero mi madre, siempre dueña de su propio

destino, rechazó el ofrecimiento. «Prefiero estar en algún lugar conocido y

cálido», dijo, mientras miraba por la ventana. Me quedé ahí, sintiéndome

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