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Una-tierra-prometida (1)

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había sido el principal motor del crecimiento económico global. Los

estadounidenses compraban coches de Alemania, productos electrónicos de

Corea del Sur y prácticamente todo lo demás de China. Esos países, por su

parte, compraban materias primas de países situados por debajo en la

cadena de suministro global. Ahora la fiesta había terminado. Por bien que

funcionaran la Ley de Recuperación y los test de estrés, los consumidores y

las empresas estadounidenses tendrían que saldar sus deudas durante un

tiempo. Si otros países querían evitar una espiral descendente continuada,

tendrían que dar un paso al frente, poniendo en marcha paquetes de

estímulo, contribuyendo a un fondo de emergencia del FMI por valor de

quinientos mil millones de dólares que podrían ser utilizados por economías

en situación grave y comprometiéndose a evitar una repetición de las

políticas proteccionistas que empobrecían al vecino que habían prolongado

la Gran Depresión.

Todo tenía lógica, al menos sobre el papel. Antes de la cumbre, Tim

Geithner había advertido que lograr que mis homólogos extranjeros

aceptaran esas medidas requeriría cierta sutileza. «La mala noticia es que

están todos enfadados con nosotros por hacer estallar la economía global —

dijo—. La buena es que tienen miedo de lo que ocurrirá si no hacemos

nada.»

Michelle había decidido acompañarme en la primera mitad del viaje, lo

cual me alegró. A ella no le preocupaba tanto mi papel en la cumbre («Todo

irá bien») como el vestido que luciría para nuestra audiencia prevista con su

majestad, la reina de Inglaterra.

—Deberías llevar uno de esos sombreros pequeños —dije— y un bolsito.

Michelle frunció el ceño a modo de burla.

—Eso no me sirve de nada.

En aquel momento, había viajado unas veinticinco veces en el Air Force

One, pero hasta aquel primer viaje transatlántico no fui consciente del grado

en que constituía un símbolo del poder estadounidense. Los aviones (dos

Boeing 747 personalizados desempeñan esa labor) tenían veintidós años, y

se notaba. El interior (unos robustos asientos de piel, mesas y

revestimientos de madera, una alfombra de color ocre con un estampado de

estrellas doradas) recordaba a una sala de juntas de los años ochenta o al

salón de un club de campo. El sistema de comunicaciones para los pasajeros

podía ser irregular. Hasta bien entrado mi segundo mandato no tuvimos

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