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Una-tierra-prometida (1)

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soldados a los que conocí insistían en que no lamentaban haber sacrificado

tanto por su país y, como es comprensible, les ofendía que la gente los

mirara aunque fuera solo con una pizca de lástima. Siguiendo el ejemplo de

sus hijos heridos, los padres a los que conocí procuraban expresar solo la

certeza de que su hijo se recuperaría, además de sus profundas reservas de

orgullo.

Y sin embargo, cada vez que entraba en una habitación, cada vez que

estrechaba una mano, no podía ignorar lo increíblemente jóvenes que eran

la mayoría, muchos de ellos recién salidos del instituto. No podía evitar

fijarme en la angustia que inundaba los ojos de sus padres, que a menudo

eran más jóvenes que yo. No puedo olvidar la ira mal contenida de un padre

que me explicó que su atractivo hijo, que yacía ante nosotros,

probablemente paralizado de por vida, celebraba aquel día su veintiún

cumpleaños, o la expresión vacía de una joven madre que tenía a un bebé

gorjeando con alegría entre sus brazos, pensando en una vida con un marido

que seguramente sobreviviría pero que ya no podría pensar de manera

consciente.

Más tarde, hacia el final de mi presidencia, The New York Times publicó

un artículo sobre mis visitas a los hospitales militares. En él, un funcionario

de seguridad nacional de una Administración anterior opinaba que dicha

práctica, por bienintencionada que fuera, no era algo que un comandante en

jefe debiera hacer, que las visitas a los heridos enturbiaban inevitablemente

la capacidad de un presidente para tomar decisiones estratégicas con

lucidez. Sentí la tentación de llamar a ese hombre y explicarle que nunca

me sentí más lúcido que en los vuelos de regreso desde Walter Reed y

Bethesda. Lúcido en cuanto al verdadero precio de la guerra y quién

cargaba con él. Lúcido en cuanto a la locura de la guerra, las tristes historias

que todos los humanos guardamos en la mente y pasamos de generación en

generación, abstracciones que fomentan el odio, justifican la crueldad y

obligan incluso a las personas honradas a participar en una carnicería.

Lúcido porque, gracias a mi cargo, no podía eludir la responsabilidad por

las vidas perdidas o destruidas, aunque de algún modo justificara mis

decisiones por lo que yo interpretaba como un bien mayor.

Mirando por la ventanilla del helicóptero el cuidado césped que se

extendía más abajo, pensé en Lincoln durante la guerra de Secesión, en su

costumbre de pasear por hospitales improvisados situados no muy lejos de

donde nos encontrábamos, hablando en voz baja con soldados que yacían

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