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Una-tierra-prometida (1)

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Transcurridos un par de meses desde el anuncio de la estrategia para

Afganistán y Pakistán, atravesé solo el jardín Sur (seguido por un edecán

militar, que llevaba el maletín nuclear, y Matt Flavin, mi asesor en asuntos

de los veteranos) para abordar el helicóptero Marine One y cubrir el breve

trayecto hasta Maryland para la primera de una serie de visitas periódicas al

hospital naval de Bethesda y el centro médico militar Walter Reed. Al

llegar, me recibieron los comandantes de las instalaciones, que me hicieron

un rápido resumen del número y estado de los soldados heridos antes de

guiarme por un laberinto de escaleras, ascensores y pasillos hasta el

pabellón principal.

Durante una hora fui de habitación en habitación, desinfectándome las

manos, poniéndome ropa quirúrgica y guantes si era necesario, y me detenía

en el pasillo para recibir información del personal hospitalario sobre el

soldado convaleciente antes de llamar suavemente a la puerta.

Aunque los pacientes de los hospitales provenían de todas las ramas del

ejército, muchos de los que estaban allí durante mis primeros años en el

cargo eran miembros del ejército y el cuerpo de marines que patrullaban las

zonas de Irak y Afganistán dominadas por la insurgencia y habían resultado

heridos por armas de fuego o artefactos explosivos improvisados. Casi

todos eran hombres de clase trabajadora: blancos de pequeñas ciudades

rurales o centros industriales venidos a menos, negros e hispanos de lugares

como Houston o Trenton, asiático-estadounidenses y otros originarios de las

islas del Pacífico residentes en California. Normalmente estaba con ellos

algún familiar, sobre todo padres, abuelos y hermanos, aunque si el militar

era mayor, también tenía mujer e hijos: bebés retorciéndose en el regazo,

niños de cinco años con coches de juguete o adolescentes jugando a

videojuegos. En cuanto entraba en la habitación, todos se daban la vuelta y

sonreían tímidamente sin saber muy bien qué hacer. Para mí, aquella era

una de las rarezas del trabajo, el hecho de que mi presencia causara siempre

trastorno y nerviosismo en la gente a la que conocía. Yo siempre intentaba

relajar el ambiente y hacía todo lo posible para que nadie se sintiera

incómodo.

A menos que estuviera totalmente incapacitado, el soldado ponía la cama

en posición erguida y a veces se incorporaba agarrándose a la firme barra

metálica. Varios insistieron en levantarse, haciendo equilibrios con la pierna

buena para saludarme y estrecharme la mano. Yo les preguntaba de dónde

eran y cuánto tiempo llevaban en el ejército. Les preguntaba también cómo

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