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Una-tierra-prometida (1)

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de una nación que probablemente habría tenido sentido si hubiéramos

empezado dicha empresa siete años antes, cuando expulsamos a los

talibanes de Kabul.

Por supuesto, eso no era lo que habíamos hecho. Por el contrario,

habíamos invadido Irak, roto el país, contribuido al nacimiento de una rama

aún más violenta de Al Qaeda y tenido que improvisar una costosa campaña

contra la insurgencia. En cuanto a Afganistán, eran años perdidos. Debido a

los esfuerzos continuados y a menudo valientes de nuestros soldados,

diplomáticos y trabajadores humanitarios sobre el terreno, era una

exageración decir que tendríamos que empezar de cero allí. Aun así, me di

cuenta de que, incluso en el mejor de los casos, aunque Karzai cooperara,

Pakistán se comportara y nuestros objetivos se limitaran a lo que a Gates le

gustaba denominar «un Afganistán aceptable», todavía nos enfrentábamos a

entre tres y cinco años de intensa campaña que costaría cientos de miles de

millones de dólares y más vidas estadounidenses.

No me gustaba el acuerdo. Pero en lo que empezaba a convertirse en un

patrón, las alternativas eran peores. Lo que estaba en juego (los riesgos de

una posible caída del Gobierno afgano o de que los talibanes se hicieran

fuertes en ciudades importantes) era demasiado para que no actuáramos. El

27 de marzo, solo cuatro semanas después de anunciar el plan de retirada de

Irak, comparecí en televisión con mi equipo de seguridad nacional detrás de

mí y expuse nuestra estrategia para Afganistán y Pakistán, basada

principalmente en las recomendaciones de Riedel. Sabía qué acogida

tendría ese anuncio. Los comentaristas detectarían la ironía de que, tras

haberme presentado a la presidencia como un candidato antiguerra, hasta el

momento había enviado más soldados al combate de los que había traído a

casa.

Además del aumento de tropas, Gates me pidió otro cambio de postura

que, siendo sincero, me cogió por sorpresa: en abril, durante una reunión en

el despacho Oval, recomendó que sustituyéramos a nuestro comandante en

Afganistán, el general McKiernan, por el teniente general Stanley

McChrystal, excomandante del Mando Conjunto de Operaciones Especiales

(JSOC, por sus siglas en inglés) y en ese momento director del Estado

Mayor Conjunto.

«David es un excelente soldado —dijo Gates, quien reconoció que

McKiernan no había hecho nada malo y que cambiar a un general al mando

en plena guerra era una medida sumamente inusual—. Y es buen gestor. En

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