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Una-tierra-prometida (1)

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mismo día en que firmé la Ley de Recuperación tras determinar que incluso

la estrategia más conservadora que pudiéramos diseñar requeriría personal

adicional y que todavía disponíamos de diez mil soldados en la reserva si

las circunstancias exigían también su despliegue.

Un mes después, Riedel y su equipo concluyeron el informe. Su

evaluación no arrojó sorpresas, pero ayudó a articular nuestro principal

objetivo: «Desequilibrar, desmantelar y derrotar a Al Qaeda en Pakistán y

Afganistán e impedir su regreso a ambos países en el futuro».

El énfasis añadido que ponía el informe en Pakistán era clave: el ejército

del país (y, en particular, su servicio de inteligencia, ISI) no solo toleraba la

presencia de cuarteles generales y líderes talibanes en Quetta, cerca de la

frontera pakistaní, sino que también estaba ayudando discretamente a los

talibanes a perpetuar la debilidad del Gobierno afgano y entorpecer el

posible alineamiento de Kabul con India, el archienemigo de Pakistán. El

hecho de que el Gobierno estadounidense hubiera tolerado durante mucho

tiempo ese comportamiento de un presunto aliado (respaldándolo con miles

de millones de dólares en ayuda militar y económica pese a su complicidad

con extremistas violentos y su historial como proliferador importante e

irresponsable de tecnología armamentística nuclear en el mundo) decía

mucho de la retorcida lógica de la política exterior de Estados Unidos.

Como mínimo a corto plazo, suspender por completo la ayuda militar a

Pakistán era inviable, ya que no solo dependíamos de las rutas terrestres que

cruzaban el país para abastecer nuestras operaciones en Afganistán, sino

que el Gobierno pakistaní facilitaba tácitamente nuestros esfuerzos

antiterroristas contra campamentos de Al Qaeda dentro de su territorio. Sin

embargo, el informe de Riedel dejaba una cosa clara: a menos que Pakistán

cesara de dar cobijo a los talibanes, nuestros intentos de estabilidad a largo

plazo en Afganistán estarían condenados al fracaso.

El resto de las recomendaciones del informe se centraban en el desarrollo

de capacidades. Debíamos mejorar radicalmente la capacidad del Gobierno

de Karzai para dirigir y prestar servicios básicos. Además, teníamos que

entrenar a las fuerzas militares y policiales afganas para que fueran

competentes y lo bastante numerosas para mantener la seguridad dentro de

sus fronteras sin la ayuda del contingente estadounidense. Cómo íbamos a

hacerlo seguía siendo un interrogante, pero lo que estaba claro era que el

compromiso estadounidense que reclamaba el informe de Riedel iba más

allá de una estrategia antiterrorista básica para centrarse en la construcción

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