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Una-tierra-prometida (1)

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Cuerpo de Marines, tenía una actitud discreta y pensativa que nunca

asociarías con un expiloto de cazas, pero, cuando hablaba, ofrecía

reflexiones detalladas y soluciones creativas para toda una serie de

problemas de seguridad nacional. Pese a las diferencias de temperamento,

Mullen y Cartwright compartían atributos que yo consideraba comunes a

todos los mandos castrenses: hombres blancos (en el ejército solo había una

mujer y un general de cuatro estrellas negro cuando yo ocupé el cargo) que

rondaban los sesenta años y habían pasado décadas ascendiendo en la

jerarquía, labrándose un historial impresionante y, en muchos casos,

obteniendo titulaciones académicas avanzadas. Su visión del mundo era

instruida y sofisticada, y contrariamente a lo que dictan los estereotipos,

comprendían de sobra los límites de la acción militar, por y no a pesar del

hecho de que hubieran liderado tropas bajo fuego. Es más, en mis ocho años

como presidente, a menudo eran los generales y no los civiles quienes

aconsejaban mesura en el uso de la fuerza.

Aun así, hombres como Mullen eran criaturas del sistema al cual habían

dedicado toda su vida adulta, un militar estadounidense que se preciaba de

terminar una misión cuando la empezaba con independencia de su coste o

duración o de si dicha misión era la adecuada. En Irak, eso supuso una

creciente necesidad de todo: más soldados, más bases, más contratistas

privados, más aviones y más inteligencia, vigilancia y reconocimiento. Ello

no había traído la victoria, pero al menos había evitado una derrota

humillante y había salvado al país del desmoronamiento total. Ahora que

parecía que Afganistán estaba convirtiéndose en un cenagal, quizá era

lógico que los líderes militares también quisieran más recursos allí. Y dado

que hasta hacía poco habían trabajado con un presidente que rara vez

cuestionaba sus planes o les negaba una petición, probablemente fuera

inevitable que el debate sobre «cuánto más» se convirtiera en un motivo

recurrente de conflictos entre el Pentágono y la Casa Blanca.

A mediados de febrero, Donilon informó de que los asistentes habían

revisado la petición del general McKiernan y habían llegado a la conclusión

de que no podían desplegarse más de diecisiete mil soldados, así como

cuatro mil instructores militares, con suficiente prontitud para que tuvieran

un impacto significativo en los combates de verano o la seguridad de los

comicios afganos. Aunque todavía faltaba un mes para finalizar nuestra

evaluación formal, todos los sénior, excepto Biden, recomendaron que

desplegáramos esos efectivos de inmediato. Di la orden el 17 de febrero, el

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