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Una-tierra-prometida (1)

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papel institucional, no creía que fuera a revocar directamente una

recomendación de los jefes.

Entre los importantes, solo Joe Biden manifestó recelos. Durante la

transición había viajado a Kabul en mi nombre, y lo que vio y oyó allí

(sobre todo durante una polémica reunión con Karzai) lo convenció de que

debíamos replantearnos nuestra estrategia en Afganistán. Yo sabía que aún

se sentía quemado por haber apoyado la invasión de Irak años antes. Fueran

cuales fuesen los motivos, Joe veía Afganistán como un lodazal peligroso e

insistió en que demorara el despliegue. Sugirió que sería más fácil enviar

soldados una vez que tuviéramos una buena estrategia que intentar retirar

tropas después de haber sembrado el caos con una mala.

En lugar de tomar una decisión allí mismo, elegí a Tom Donilon para que

se reuniera con los asistentes del Consejo de Seguridad Nacional a la

semana siguiente a fin de determinar con más precisión cómo se utilizarían

las tropas adicionales y si desplegarlas en verano era posible desde un punto

de vista logístico. Retomaríamos el tema, dije, cuando obtuviéramos

respuesta. Una vez que se hubo aplazado la reunión, Joe me dio alcance en

las escaleras camino del despacho Oval y me tomó del brazo.

«Escúcheme, jefe —dijo—. Puede que lleve demasiado tiempo en esta

ciudad, pero si algo sé es cuándo esos generales intentan acorralar a un

nuevo presidente.» Luego acercó la cara a solo unos centímetros de la mía y

susurró: «No permita que le pongan trabas».

En versiones posteriores acerca de nuestras deliberaciones en torno a

Afganistán, Gates y otros señalarían a Biden como uno de los cabecillas que

enturbiaron las relaciones entre la Casa Blanca y el Pentágono. Lo cierto era

que yo consideraba que Joe estaba haciéndome un favor al formular

preguntas difíciles sobre los planes del ejército. Tener al menos una voz

discrepante en la sala nos hacía reflexionar más a todos sobre los

problemas, y me percaté de que se sentían más libres expresando sus

opiniones cuando esa voz discrepante no era la mía.

Nunca cuestioné los motivos de Mullen, ni los de los otros jefes y

comandantes que constituían la cúpula militar. Era originario de Los

Ángeles, donde sus padres trabajaban en el mundo del espectáculo, y me

parecía siempre afable, preparado, receptivo y profesional. Su

vicepresidente, James «Hoss» Cartwright, un general de cuatro estrellas del

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