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Una-tierra-prometida (1)

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parte de un laberinto de estancias del mismo tamaño situadas en una

esquina de la primera planta del Ala Oeste. Las ventanas estaban cerradas

con sencillos postigos de madera y en las paredes tan solo había relojes

digitales que marcaban la hora de varias capitales mundiales y unas cuantas

pantallas planas poco más grandes que las que se encuentran en los bares de

barrio. Estábamos apretujados. Los miembros principales del Consejo se

sentaron a una larga mesa de reuniones y varios adjuntos y oficiales

ocuparon las sillas que bordeaban las paredes de la sala.

«A ver si lo entiendo —le dije a Mullen, tratando de no mostrarme

demasiado escéptico—. Después de casi cinco años arreglándonoslas con

veinte mil soldados o menos y después de incorporar a otros diez mil en los

últimos veinte meses, ¿la conclusión del Pentágono es que no podemos

esperar dos meses más para decidir si duplicamos el despliegue de tropas?»

Señalé que no me oponía a enviar más soldados; durante la campaña, había

prometido otras dos brigadas para Afganistán una vez que se iniciara la

retirada de Irak. Pero, habida cuenta de que los allí presentes acababan de

acordar que debíamos traer a un reputado exanalista de la CIA y experto en

Oriente Próximo llamado Bruce Riedel para que llevara a cabo una

evaluación de sesenta días destinada a elaborar nuestra estrategia futura en

Afganistán, enviar a otros treinta mil soldados estadounidenses al país antes

de que dicha evaluación hubiera finalizado era como empezar la casa por el

tejado. Le pregunté a Mullen si un despliegue más reducido podría servir

como paso intermedio.

Me dijo que en última instancia era mi decisión, y añadió con intención

que cualquier reducción en la cifra o demora aumentaría sustancialmente el

riesgo.

Dejé que intervinieran otros. David Petraeus, que acababa de cosechar

éxitos en Irak y había sido ascendido a jefe del Mando Central (que

supervisaba todas las misiones militares en Oriente Próximo, incluidos Irak

y Afganistán, y Asia Central), me animó a que aprobara la petición de

McKiernan. No me sorprendí cuando Hillary y Panetta hicieron lo propio.

Por eficaces que fueran ambos en la gestión de sus agencias, sus instintos

militaristas y su pasado político les generaban una desconfianza perpetua a

oponerse a cualquier recomendación llegada desde el Pentágono. En

privado, Gates me había dicho que sentía cierta ambivalencia sobre un

incremento significativo de nuestra huella en Afganistán. Pero, dado su

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