Una-tierra-prometida (1)
alineaban en torno a una misión claramente definida y una estrategiacoordinada. Él estaba de acuerdo. Como subdirector de la CIA en los añosochenta, Gates había ayudado a supervisar el abastecimiento de armas a losmuyahidín afganos en su lucha contra la ocupación soviética de su país. Laexperiencia de ver a aquella insurgencia vagamente organizada forzando elrepliegue del poderoso Ejército Rojo (y después a algunos elementos de esamisma insurgencia ingresar en las filas de Al Qaeda) había hecho que Gatesfuera consciente de las repercusiones indeseadas que podían tener lasacciones temerarias. «A menos que nos marquemos unos objetivoslimitados y realistas —me dijo— estaremos abocados al fracaso.»El almirante Mike Mullen, jefe del Estado Mayor Conjunto, tambiénjuzgaba necesaria una revisión de la estrategia en Afganistán. Pero habíatrampa: él y nuestros mandos militares primero querían que yo autorizara eldespliegue inmediato de otros treinta mil soldados estadounidenses.Para ser justos con Mullen, la petición, que provenía del general DaveMcKiernan, comandante de la Fuerza Internacional de Asistencia para laSeguridad en Afganistán, llevaba varios meses pendiente. Durante latransición, el presidente Bush había tanteado el terreno para ver siqueríamos que ordenara el despliegue antes de que yo ocupara el cargo,pero respondimos que preferíamos esperar a que el equipo entrante hubieraevaluado toda la situación. Según Mullen, la petición de McKiernan nopodía esperar más.En nuestra primera reunión con el Consejo de Seguridad Nacional alcompleto, celebrada en la sala de Crisis de la Casa Blanca solo dos díasantes de mi investidura, Mullen había explicado la posibilidad de que lostalibanes organizaran una ofensiva en verano y que convenía enviar atiempo a más brigadas para intentar contenerla. Asimismo, dijo que aMcKiernan le preocupaba no poder ofrecer una seguridad adecuada para laselecciones presidenciales, que originalmente estaban programadas en mayo,pero se pospondrían a agosto. Si queríamos que las tropas llegaran a tiempopara llevar a cabo esas misiones, me dijo Mullen, teníamos que ponernos enmarcha ahora mismo.Gracias al cine, siempre me había imaginado la sala de Crisis como unespacio cavernoso y futurista rodeado de pantallas del suelo al techo connítidas imágenes de satélite y radar, abarrotada de personal vestidoelegantemente y manejando artilugios de última generación. La realidad eramenos deslumbrante: una pequeña e insulsa sala de reuniones que formaba
parte de un laberinto de estancias del mismo tamaño situadas en unaesquina de la primera planta del Ala Oeste. Las ventanas estaban cerradascon sencillos postigos de madera y en las paredes tan solo había relojesdigitales que marcaban la hora de varias capitales mundiales y unas cuantaspantallas planas poco más grandes que las que se encuentran en los bares debarrio. Estábamos apretujados. Los miembros principales del Consejo sesentaron a una larga mesa de reuniones y varios adjuntos y oficialesocuparon las sillas que bordeaban las paredes de la sala.«A ver si lo entiendo —le dije a Mullen, tratando de no mostrarmedemasiado escéptico—. Después de casi cinco años arreglándonoslas conveinte mil soldados o menos y después de incorporar a otros diez mil en losúltimos veinte meses, ¿la conclusión del Pentágono es que no podemosesperar dos meses más para decidir si duplicamos el despliegue de tropas?»Señalé que no me oponía a enviar más soldados; durante la campaña, habíaprometido otras dos brigadas para Afganistán una vez que se iniciara laretirada de Irak. Pero, habida cuenta de que los allí presentes acababan deacordar que debíamos traer a un reputado exanalista de la CIA y experto enOriente Próximo llamado Bruce Riedel para que llevara a cabo unaevaluación de sesenta días destinada a elaborar nuestra estrategia futura enAfganistán, enviar a otros treinta mil soldados estadounidenses al país antesde que dicha evaluación hubiera finalizado era como empezar la casa por eltejado. Le pregunté a Mullen si un despliegue más reducido podría servircomo paso intermedio.Me dijo que en última instancia era mi decisión, y añadió con intenciónque cualquier reducción en la cifra o demora aumentaría sustancialmente elriesgo.Dejé que intervinieran otros. David Petraeus, que acababa de cosecharéxitos en Irak y había sido ascendido a jefe del Mando Central (quesupervisaba todas las misiones militares en Oriente Próximo, incluidos Iraky Afganistán, y Asia Central), me animó a que aprobara la petición deMcKiernan. No me sorprendí cuando Hillary y Panetta hicieron lo propio.Por eficaces que fueran ambos en la gestión de sus agencias, sus instintosmilitaristas y su pasado político les generaban una desconfianza perpetua aoponerse a cualquier recomendación llegada desde el Pentágono. Enprivado, Gates me había dicho que sentía cierta ambivalencia sobre unincremento significativo de nuestra huella en Afganistán. Pero, dado su
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alineaban en torno a una misión claramente definida y una estrategia
coordinada. Él estaba de acuerdo. Como subdirector de la CIA en los años
ochenta, Gates había ayudado a supervisar el abastecimiento de armas a los
muyahidín afganos en su lucha contra la ocupación soviética de su país. La
experiencia de ver a aquella insurgencia vagamente organizada forzando el
repliegue del poderoso Ejército Rojo (y después a algunos elementos de esa
misma insurgencia ingresar en las filas de Al Qaeda) había hecho que Gates
fuera consciente de las repercusiones indeseadas que podían tener las
acciones temerarias. «A menos que nos marquemos unos objetivos
limitados y realistas —me dijo— estaremos abocados al fracaso.»
El almirante Mike Mullen, jefe del Estado Mayor Conjunto, también
juzgaba necesaria una revisión de la estrategia en Afganistán. Pero había
trampa: él y nuestros mandos militares primero querían que yo autorizara el
despliegue inmediato de otros treinta mil soldados estadounidenses.
Para ser justos con Mullen, la petición, que provenía del general Dave
McKiernan, comandante de la Fuerza Internacional de Asistencia para la
Seguridad en Afganistán, llevaba varios meses pendiente. Durante la
transición, el presidente Bush había tanteado el terreno para ver si
queríamos que ordenara el despliegue antes de que yo ocupara el cargo,
pero respondimos que preferíamos esperar a que el equipo entrante hubiera
evaluado toda la situación. Según Mullen, la petición de McKiernan no
podía esperar más.
En nuestra primera reunión con el Consejo de Seguridad Nacional al
completo, celebrada en la sala de Crisis de la Casa Blanca solo dos días
antes de mi investidura, Mullen había explicado la posibilidad de que los
talibanes organizaran una ofensiva en verano y que convenía enviar a
tiempo a más brigadas para intentar contenerla. Asimismo, dijo que a
McKiernan le preocupaba no poder ofrecer una seguridad adecuada para las
elecciones presidenciales, que originalmente estaban programadas en mayo,
pero se pospondrían a agosto. Si queríamos que las tropas llegaran a tiempo
para llevar a cabo esas misiones, me dijo Mullen, teníamos que ponernos en
marcha ahora mismo.
Gracias al cine, siempre me había imaginado la sala de Crisis como un
espacio cavernoso y futurista rodeado de pantallas del suelo al techo con
nítidas imágenes de satélite y radar, abarrotada de personal vestido
elegantemente y manejando artilugios de última generación. La realidad era
menos deslumbrante: una pequeña e insulsa sala de reuniones que formaba