Una-tierra-prometida (1)

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07.09.2022 Views

cuello en los combates merecían deferencia en lo tocante a decisionestácticas y que los nuevos presidentes no podían romper sin más losacuerdos alcanzados por sus predecesores.En febrero, Gates y el general Ray Odierno, nuestro nuevo comandanteen Irak, me presentaron un plan para la retirada de las unidadesestadounidenses en diecinueve meses, tres más de los que yo habíapropuesto durante la campaña, pero cuatro antes de los que pedían los altosmandos militares. El plan también proponía que mantuviéramos uncontingente residual de entre 50.000 y 55.000 efectivos no combatientes,para entrenar y asistir al ejército iraquí, que seguiría en el país hasta finalesde 2011. En la Casa Blanca, algunos cuestionaron la necesidad de los tresmeses adicionales y el amplio contingente residual, recordándome que tantolos demócratas del Congreso como el pueblo estadounidense estaban afavor de una salida acelerada y no de una postergación.Aun así, aprobé el plan de Odierno y viajé a Camp Lejeune, en Carolinadel Norte, para anunciar la decisión ante varios miles de marines, que larecibieron con vítores. Con la misma firmeza con que me había opuesto a ladecisión original de invadir, creía que Estados Unidos ahora tenía un interésestratégico y humanitario en la estabilidad de Irak. Puesto que, conforme alSOFA, las tropas abandonarían los centros urbanos de Irak en solo cincomeses, la exposición de nuestros militares a duros combates, francotiradoresy artefactos explosivos improvisados se vería enormemente reducidacuando procediéramos con el resto de la retirada. Y teniendo en cuenta lafragilidad del nuevo Gobierno de Irak, el desastroso estado de sus fuerzasde seguridad, la presencia aún activa de Al Qaeda en Irak y los elevadosniveles de hostilidad sectaria que hervían dentro del país, parecía lógicoutilizar la presencia de fuerzas residuales como una especie de póliza deseguros contra un retorno al caos. «Cuando salgamos —le dije a Rahm alexplicar mi decisión—, lo último que quiero es que tengamos que volver.»Si trazar un plan para Irak fue relativamente sencillo, encontrar la salida deAfganistán fue todo lo contrario.A diferencia de la guerra en Irak, siempre había considerado la campañaafgana una guerra necesaria. Si bien las ambiciones de los talibanes selimitaban a Afganistán, sus líderes seguían manteniendo una imprecisaalianza con Al Qaeda, y su regreso al poder podía convertir de nuevo al país

en una plataforma de lanzamiento para atentados terroristas contra EstadosUnidos y sus aliados. Asimismo, Pakistán no había demostrado nicapacidad ni voluntad de expulsar a los líderes de Al Qaeda de su santuarioen una región remota, montañosa y apenas gobernada que se extendía portoda la frontera afgano-pakistaní. Eso significaba que nuestra capacidadpara acorralar y, en última instancia, destruir la red terrorista dependía de ladisposición del Gobierno afgano para permitir que los militares y serviciosde inteligencia estadounidenses actuaran en su territorio.Lamentablemente, el hecho de que Estados Unidos hubiese desviadoatención y recursos a Irak durante seis años había generado una situaciónmás peligrosa en Afganistán. A pesar de que contábamos con más de treintamil soldados estadounidenses en el terreno y una cifra prácticamenteequivalente de tropas de la coalición internacional, los talibanes controlabangrandes extensiones del país, sobre todo en las regiones fronterizas conPakistán. En aquellos lugares donde las fuerzas estadounidenses o de lacoalición no estaban presentes, los combatientes talibanes superaban a unejército afgano mucho más numeroso pero mal entrenado. Mientras tanto, lamala gestión y la corrupción descontrolada de las fuerzas policiales, losgobiernos de distrito y algunos ministerios cruciales habían erosionado lalegitimidad del ejecutivo de Hamid Karzai y consumido un dineroestadounidense para ayuda exterior que era necesario para mejorar lascondiciones de vida de una de las poblaciones más pobres del mundo.La ausencia de una estrategia estadounidense coherente tampocoayudaba. Dependiendo de con quién hablaras, nuestra misión en Afganistánera específica (acabar con Al Qaeda) o amplia (transformar el país en unEstado moderno y próspero, alineado con Occidente). Nuestros marines ysoldados expulsaban una y otra vez a los talibanes de una zona y luegoveían cómo sus esfuerzos no se veían recompensados por falta de unGobierno local medianamente capaz. Ya fuera por un exceso de ambición,por corrupción o por falta de compromiso afgano, los programas dedesarrollo financiados por Estados Unidos a menudo no cumplían lasexpectativas, mientras que la concesión de enormes contratosestadounidenses a algunas de las empresas más turbias de Kabul socavó lasiniciativas anticorrupción diseñadas precisamente para ganarse al puebloafgano.En vista de todo ello, le dije a Gates que mi máxima prioridad eracerciorarme de que nuestros organismos, tanto civiles como militares, se

en una plataforma de lanzamiento para atentados terroristas contra Estados

Unidos y sus aliados. Asimismo, Pakistán no había demostrado ni

capacidad ni voluntad de expulsar a los líderes de Al Qaeda de su santuario

en una región remota, montañosa y apenas gobernada que se extendía por

toda la frontera afgano-pakistaní. Eso significaba que nuestra capacidad

para acorralar y, en última instancia, destruir la red terrorista dependía de la

disposición del Gobierno afgano para permitir que los militares y servicios

de inteligencia estadounidenses actuaran en su territorio.

Lamentablemente, el hecho de que Estados Unidos hubiese desviado

atención y recursos a Irak durante seis años había generado una situación

más peligrosa en Afganistán. A pesar de que contábamos con más de treinta

mil soldados estadounidenses en el terreno y una cifra prácticamente

equivalente de tropas de la coalición internacional, los talibanes controlaban

grandes extensiones del país, sobre todo en las regiones fronterizas con

Pakistán. En aquellos lugares donde las fuerzas estadounidenses o de la

coalición no estaban presentes, los combatientes talibanes superaban a un

ejército afgano mucho más numeroso pero mal entrenado. Mientras tanto, la

mala gestión y la corrupción descontrolada de las fuerzas policiales, los

gobiernos de distrito y algunos ministerios cruciales habían erosionado la

legitimidad del ejecutivo de Hamid Karzai y consumido un dinero

estadounidense para ayuda exterior que era necesario para mejorar las

condiciones de vida de una de las poblaciones más pobres del mundo.

La ausencia de una estrategia estadounidense coherente tampoco

ayudaba. Dependiendo de con quién hablaras, nuestra misión en Afganistán

era específica (acabar con Al Qaeda) o amplia (transformar el país en un

Estado moderno y próspero, alineado con Occidente). Nuestros marines y

soldados expulsaban una y otra vez a los talibanes de una zona y luego

veían cómo sus esfuerzos no se veían recompensados por falta de un

Gobierno local medianamente capaz. Ya fuera por un exceso de ambición,

por corrupción o por falta de compromiso afgano, los programas de

desarrollo financiados por Estados Unidos a menudo no cumplían las

expectativas, mientras que la concesión de enormes contratos

estadounidenses a algunas de las empresas más turbias de Kabul socavó las

iniciativas anticorrupción diseñadas precisamente para ganarse al pueblo

afgano.

En vista de todo ello, le dije a Gates que mi máxima prioridad era

cerciorarme de que nuestros organismos, tanto civiles como militares, se

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