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Una-tierra-prometida (1)

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La guerra contra Al Qaeda, que estaba reclutando conversos de manera

activa, creando una red de afiliados y tramando atentados inspirados por la

ideología de Osama bin Laden.

Los costes acumulados de lo que la Administración Bush y los medios de

comunicación describían como una única y extensa «guerra contra el

terrorismo» habían sido abrumadores: casi un billón de dólares gastado,

más de tres mil soldados estadounidenses muertos y un número de heridos

diez veces superior. Los estragos para los civiles iraquíes y afganos eran

aún peores. La campaña iraquí en particular había dividido el país y

deteriorado alianzas. Mientras tanto, el traslado extrajudicial de prisioneros,

centros clandestinos de detención, ahogamiento simulado, arrestos

indefinidos y sin juicio en Guantánamo y una ampliación de la vigilancia

nacional en la lucha más generalizada contra el terrorismo habían llevado a

que dentro y fuera de Estados Unidos se cuestionara el compromiso de

nuestra nación con el Estado de derecho.

Durante la campaña expuse las que consideraba unas posturas claras en

todas estas cuestiones. Pero lo veía desde la barrera, antes de tener a cientos

de miles de soldados y una enorme infraestructura de seguridad nacional

bajo mis órdenes. Ahora podía producirse un atentado terrorista durante mi

mandato. Cualquier vida estadounidense perdida o puesta en peligro, ya

fuera en casa o en el extranjero, sería un peso excepcional en mi conciencia.

Ahora aquellas eran mis guerras.

Mi objetivo inmediato era revisar todos los aspectos de nuestra estrategia

militar para que pudiéramos abordar razonadamente los próximos pasos.

Gracias al Acuerdo sobre el Estatus de Fuerzas (SOFA, por sus siglas en

inglés) que el presidente Bush y el primer ministro Maliki habían firmado

alrededor de un mes antes de mi investidura, se habían trazado buena parte

de las líneas generales para la retirada estadounidense de Irak. Las fuerzas

de combate de Estados Unidos debían estar fuera de las ciudades y pueblos

iraquíes a finales de junio de 2009, y el resto del contingente abandonaría el

país a finales de 2011. La única pregunta pendiente era si podíamos o

debíamos hacerlo más rápido. Durante la campaña me había comprometido

a sacar a nuestros soldados de Irak a los seis meses de ocupar el cargo, pero

tras las elecciones le dije a Bob Gates que estaría dispuesto a mostrar

flexibilidad con el ritmo de la retirada siempre y cuando nos mantuviéramos

dentro de los parámetros del SOFA, una manera de reconocer que el final de

una guerra era un proceso impreciso, que los comandantes metidos hasta el

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