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Una-tierra-prometida (1)

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La postura de los miembros de mi Administración en estas cuestiones no

siempre era predecible. Pero, en los debates internos, detectaba cierta

brecha generacional. Con la salvedad de Susan Rice, mi joven embajadora

ante Naciones Unidas, todos los altos cargos de seguridad nacional (los

secretarios Gates y Clinton; Leon Panetta, el director de la CIA; miembros

del Estado Mayor Conjunto; Jim Jones, mi asesor de seguridad nacional, y

Denny Blair, el director de la Oficina Nacional de Inteligencia), habían

alcanzado la mayoría de edad en pleno apogeo de la Guerra Fría y hacía

décadas que formaban parte de la cúpula de seguridad nacional de

Washington, una red densa e interconectada de políticos y expolíticos de la

Casa Blanca, asesores congresuales, académicos, directores de comités de

expertos, mandos militares del Pentágono, columnistas, contratistas

militares y miembros de grupos de interés. Para ellos, una política exterior

responsable significaba continuidad, predictibilidad y una negativa a

alejarse demasiado de la opinión popular. Fue ese impulso el que llevó a la

mayoría a respaldar la invasión de Irak, y si el desastre resultante los había

obligado a reconsiderar aquella decisión, no mostraban la menor intención

de preguntar si la ofensiva bipartidista en Irak denotaba la necesidad de una

revisión fundamental del contexto de seguridad nacional estadounidense.

Los miembros más jóvenes de mi equipo de seguridad nacional, incluidos

gran parte del personal del Consejo de Seguridad Nacional, tenían otras

ideas. Igual de patriotas que sus jefes e indignados por los horrores del 11-S

y las imágenes de los prisioneros iraquíes que sufrieron abusos por parte del

personal militar estadounidense en Abu Ghraib, muchos se habían sentido

atraídos por mi campaña precisamente porque estaba dispuesto a cuestionar

las suposiciones que a menudo conocíamos como «el manual de estrategia

de Washington», ya fuera en política para Oriente Próximo, nuestra postura

frente a Cuba, nuestra negativa a mantener relaciones diplomáticas con

adversarios, la importancia de restablecer los muros de contención legales

en la lucha contra el terrorismo o el fomento de los derechos humanos, el

desarrollo internacional y el cambio climático, no como actos de altruismo,

sino como aspectos fundamentales de nuestra seguridad nacional. Ninguno

de esos jóvenes asesores era un alborotador, y respetaban los conocimientos

institucionales de quienes poseían una dilatada experiencia en política

exterior. Sin embargo, no se disculpaban por querer distanciarse de algunas

limitaciones del pasado en busca de algo mejor.

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