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Una-tierra-prometida (1)

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operaciones militares en Afganistán tras el 11-S como algo necesario y

justo.

Pero también se me habían quedado grabadas otras historias (distintas,

aunque no contradictorias) sobre lo que significaba Estados Unidos para

quienes vivían en otras partes del mundo, el poder simbólico de un país

cimentado en los ideales de la libertad. Recuerdo cuando tenía siete u ocho

años y estaba sentado en las frías baldosas de nuestra casa, situada a las

afueras de Yakarta, enseñando con orgullo a mis amigos un libro de

fotografías de Honolulu, con sus rascacielos, su alumbrado público y sus

amplias calles pavimentadas. Nunca olvidaré sus caras de asombro mientras

respondía a sus preguntas sobre la vida en Estados Unidos; les explicaba

que todo el mundo iba a un colegio donde había muchos libros y que no

había mendigos porque casi todo el mundo tenía trabajo y comida

suficiente. Más tarde vi el impacto de mi madre como contratista de

organizaciones como la Agencia de Estados Unidos para el Desarrollo

Internacional, que ayudaba a mujeres de aldeas remotas de Asia a acceder a

créditos, y la eterna gratitud que sentían por que unos estadounidenses que

vivían al otro lado del océano se preocuparan de sus penurias. Cuando visité

Kenia por primera vez, me senté con unos parientes a los que acababa de

conocer y me contaron lo mucho que admiraban la democracia y el Estado

de derecho de Estados Unidos, que contrastaba, dijeron, con el tribalismo y

la corrupción que asediaban a su país.

Esos momentos me enseñaron a ver a mi país a través de los ojos de

otros. Me recordaron la suerte que tenía de ser estadounidense, que no debía

dar por hechas esas bendiciones. Vi en primera persona el poder que ejercía

nuestro ejemplo en el corazón y la mente de personas de todo el mundo.

Pero también entrañaba una lección: la conciencia de lo que arriesgábamos

cuando nuestras acciones no estaban a la altura de nuestra imagen y

nuestros ideales, la ira y el resentimiento que eso podía despertar, además

del daño causado. Cuando oía a indonesios hablar de los cientos de miles de

personas ejecutadas por un golpe —respaldado según la opinión

generalizada por la CIA— que en 1965 había llevado una dictadura militar

al poder, cuando escuchaba a activistas medioambientales de Latinoamérica

explicar que las empresas estadounidenses estaban contaminando sus

campos o cuando me compadecía de mis amigos estadounidenses de origen

indio o pakistaní cuando relataban las incontables veces que, desde el 11-S,

habían sido elegidos para un control «aleatorio» en los aeropuertos, notaba

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