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Una-tierra-prometida (1)

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Antes de la investidura, Denis McDonough, mi asesor principal en política

exterior durante la campaña y pronto director de comunicaciones

estratégicas del Consejo de Seguridad Nacional, insistió en que reservara

treinta minutos para lo que consideraba una gran prioridad.

«Debemos cerciorarnos de que pueda hacer un saludo adecuado.»

Denis no había servido nunca en el ejército, aunque sus movimientos

rezumaban un orden, una intencionalidad y una concentración que hacían

suponer a algunos lo contrario. Alto y desmañado, con una mandíbula

prominente, los ojos hundidos y un cabello canoso que lo hacía aparentar

más de treinta y nueve años, se había criado en la pequeña ciudad de

Stillwater, Minnesota. Uno de los once hijos de una familia católica

irlandesa de clase trabajadora, tras la universidad había viajado por

Latinoamérica y dado clases de secundaria en Belice. Después había

regresado para cursar un máster en Relaciones Internacionales y trabajó

para Tom Daschle, el entonces líder demócrata en el Senado. En 2007

habíamos reclutado a Denis como asesor de política exterior en mi oficina

del Senado y, durante la campaña, había asumido cada vez más

responsabilidades. Me ayudó a preparar los debates, a recopilar informes y

a organizar todos los aspectos de la gira extranjera previa a la convención,

además de lidiar incesantemente con los corresponsales de prensa que

viajaban con nosotros.

Denis destacaba incluso en un equipo conformado por personas ya de por

sí talentosas. Se esmeraba en los detalles; se ofrecía voluntario para

desempeñar las tareas más difíciles y desagradecidas; el trabajo no lo

sobrepasaba nunca: durante la campaña de Iowa, pasó el poco tiempo libre

que tenía haciendo campaña puerta a puerta y, en una célebre anécdota,

ayudó a la gente a palear nieve después de una tormenta especialmente

intensa con la esperanza de ganarse su voto. Con todo, el mismo desdén por

su bienestar físico que lo había ayudado a entrar en el equipo de fútbol

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