Una-tierra-prometida (1)
baloncesto de Craig, que siempre estuvo ahí para su familia, su verdaderafuente de orgullo y satisfacción.La vida conmigo le auguraba a Michelle algo distinto, esas cosas que ellasabía que no había tenido de niña. Aventura. Viajes. La liberación de laslimitaciones. De la misma manera que sus raíces en Chicago —su numerosafamilia extendida, su sensatez, su deseo, por encima de todo, de ser unabuena madre— me auguraban a mí el anclaje que tanto había echado enfalta durante buena parte de mi juventud. No era solo que nos quisiésemos,nos hiciésemos reír y compartiésemos valores fundamentales, sino queexistía una simetría en la manera en que nos complementábamos. Podíamoscontar el uno con el otro, apoyarnos mutuamente frente a nuestrasrespectivas debilidades. Formábamos un equipo.Por supuesto, esta era otra forma de decir que éramos muy distintos, enexperiencia y temperamento. Para Michelle, el camino hasta la buena vidaera angosto y estaba repleto de peligros. La familia era lo único con lo quese podía contar, no se asumían grandes riesgos a la ligera, un éxito visible—un buen trabajo, una buena casa— nunca te provocaba sentimientosambivalentes, porque el fracaso y la penuria estaban siempre a un despido oun tiroteo de distancia. A Michelle nunca le preocupó aparentar nada,porque si habías crecido en el South Side siempre serías, en uno u otrosentido, un intruso. En su cabeza, los obstáculos en el camino al éxito eranmás que evidentes; no había necesidad de ir buscándolos. Las dudas surgíancuando tenía que demostrar que, por bien que hiciese las cosas, no estabafuera de lugar; demostrárselo no solo a quienes dudaban de ella, sino a ellamisma.Cuando se acercaba mi graduación, le conté mis planes a Michelle. No iba atrabajar como ayudante de un juez, sino que pensaba volver a Chicago ytratar de seguir vinculado al trabajo social comunitario mientras ejercía laabogacía en un pequeño bufete especializado en derechos civiles. Si sepresentaba una buena oportunidad, le dije, no descartaba presentarme aunas elecciones.Nada de lo anterior la pilló por sorpresa. Confiaba en mí, me dijo, y enque haría lo que considerase correcto.—Pero tengo que decirte, Barack —añadió—, que creo que lo quequieres hacer es dificilísimo. Ya me gustaría a mí ser tan optimista como tú.
A veces lo soy. Pero la gente puede ser muy egoísta, o sencillamenteignorante. Creo que muchos no quieren que los molesten. Y que parece quela política está llena de gente dispuesta a hacer cualquier cosa por el poder,que no piensa más que en sí misma. En particular en Chicago. No estoysegura de que vayas a poder cambiar eso.—Pero puedo intentarlo, ¿no crees? —respondí con una sonrisa—. ¿Dequé vale un prestigioso título de licenciado en Derecho si no puedo asumirningún riesgo? Si no sale, pues no sale. Lo superaré. Lo superaremos.Tomó mi cara entre sus manos.—¿Te das cuenta de que, si hay una manera difícil y otra fácil, siempreeliges la difícil? ¿Por qué crees que es?Nos reímos. Pero noté que Michelle creía haber dado con algo. Era unaintuición que tendría consecuencias para ambos.Tras varios años de novios, Michelle y yo nos casamos en la Trinity UnitedChurch of Christ el 3 de octubre de 1992, con más de trescientos denuestros amigos, colegas y familiares abarrotando alegremente los bancos.Ofició la ceremonia el pastor de la iglesia, el reverendo Jeremiah A. WrightJr., a quien conocía y admiraba desde mi época como trabajadorcomunitario. Rebosábamos felicidad. Empezaba oficialmente nuestro futurojuntos.Había aprobado el examen para colegiarme, pero había retrasado un añomi entrada en la abogacía para dirigir el proyecto VOTE! de cara a laselecciones presidenciales de 1992, uno de los mayores esfuerzos paraincrementar la inscripción de votantes en toda la historia de Illinois. Trasvolver de nuestra luna de miel en la costa de California, impartí clases en laEscuela de Derecho de la Universidad de Chicago, terminé de escribir milibro, y me incorporé oficialmente a Davis, Miner, Barnhill & Galland, unpequeño bufete dedicado a los derechos civiles y especializado endiscriminación laboral que llevaba casos relacionados con el ámbitoinmobiliario para grupos que propugnaban las viviendas asequibles.Michelle, entretanto, había decidido que estaba harta de la abogacía privaday había entrado en el Departamento de Planificación y Desarrollo delAyuntamiento de Chicago, donde trabajó durante año y medio, tras el cualaceptó la propuesta de dirigir una organización no gubernamental para eldesarrollo del liderazgo juvenil llamada Public Allies.
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A veces lo soy. Pero la gente puede ser muy egoísta, o sencillamente
ignorante. Creo que muchos no quieren que los molesten. Y que parece que
la política está llena de gente dispuesta a hacer cualquier cosa por el poder,
que no piensa más que en sí misma. En particular en Chicago. No estoy
segura de que vayas a poder cambiar eso.
—Pero puedo intentarlo, ¿no crees? —respondí con una sonrisa—. ¿De
qué vale un prestigioso título de licenciado en Derecho si no puedo asumir
ningún riesgo? Si no sale, pues no sale. Lo superaré. Lo superaremos.
Tomó mi cara entre sus manos.
—¿Te das cuenta de que, si hay una manera difícil y otra fácil, siempre
eliges la difícil? ¿Por qué crees que es?
Nos reímos. Pero noté que Michelle creía haber dado con algo. Era una
intuición que tendría consecuencias para ambos.
Tras varios años de novios, Michelle y yo nos casamos en la Trinity United
Church of Christ el 3 de octubre de 1992, con más de trescientos de
nuestros amigos, colegas y familiares abarrotando alegremente los bancos.
Ofició la ceremonia el pastor de la iglesia, el reverendo Jeremiah A. Wright
Jr., a quien conocía y admiraba desde mi época como trabajador
comunitario. Rebosábamos felicidad. Empezaba oficialmente nuestro futuro
juntos.
Había aprobado el examen para colegiarme, pero había retrasado un año
mi entrada en la abogacía para dirigir el proyecto VOTE! de cara a las
elecciones presidenciales de 1992, uno de los mayores esfuerzos para
incrementar la inscripción de votantes en toda la historia de Illinois. Tras
volver de nuestra luna de miel en la costa de California, impartí clases en la
Escuela de Derecho de la Universidad de Chicago, terminé de escribir mi
libro, y me incorporé oficialmente a Davis, Miner, Barnhill & Galland, un
pequeño bufete dedicado a los derechos civiles y especializado en
discriminación laboral que llevaba casos relacionados con el ámbito
inmobiliario para grupos que propugnaban las viviendas asequibles.
Michelle, entretanto, había decidido que estaba harta de la abogacía privada
y había entrado en el Departamento de Planificación y Desarrollo del
Ayuntamiento de Chicago, donde trabajó durante año y medio, tras el cual
aceptó la propuesta de dirigir una organización no gubernamental para el
desarrollo del liderazgo juvenil llamada Public Allies.