Una-tierra-prometida (1)
durante las reuniones, resultado de disputas legítimas sobre políticaspúblicas, batallas burocráticas, filtraciones anónimas a la prensa, la falta defines de semana o el exceso de comidas nocturnas a base de pizza o chilecon carne del servicio de comidas de la planta baja del Ala Oeste,gestionado por la Marina. Sin embargo, nada de esta tensión derivó en unauténtico rencor o impidió que se hiciera el trabajo. Ya fuera porprofesionalidad, por respeto a la presidencia, por la conciencia de lo que elfracaso podría significar para el país, o por una solidaridad forjada por elhecho de constituir una diana colectiva de los ataques cada vez másintensos que se lanzaban desde todos los sectores, todos nos mantuvimosmás o menos unidos mientras esperábamos alguna señal, no importaba cuál,de que nuestros planes para poner fin a la crisis iban a funcionar.Y finalmente, a últimos de abril, llegó esa señal. Un día, Tim entró en eldespacho Oval para decirme que la Reserva Federal, que no había soltadoprenda durante todo su examen bancario, finalmente había dejado que elTesoro echara una ojeada preliminar a los resultados del test de estrésfinanciero.—¿Y bien? —pregunté, tratando de leer la expresión del rostro de Tim—. ¿Cómo pinta el asunto?—Bueno, las cifras todavía necesitan algunas revisiones...Alcé las manos con fingida exasperación.—Mejor de lo esperado, señor presidente —dijo Tim.—¿Y eso significa...?—Significa que puede que hayamos pasado lo peor.De las diecinueve instituciones esenciales para el sistema sometidas altest de estrés, la Reserva Federal había dado el visto bueno a nueve,determinando que ya no necesitaban recaudar más capital. Otros cincobancos requerían más capital para cumplir con el parámetro de referenciaestablecido por la Reserva Federal, pero, aun así, parecían ser lo bastantesólidos para obtenerlo de fuentes privadas. Eso dejaba solo otras cincoinstituciones (entre ellas, Bank of America, Citigroup y GMAC, la ramafinanciera de General Motors) que probablemente iban a necesitar apoyogubernamental adicional. Según la Reserva Federal, el déficit conjuntoparecía no superar los 75.000 millones de dólares, una cantidad que losfondos del programa TARP que aún quedaban disponibles podría cubrir sifuera necesario.
—Nunca lo dudé —dije en tono deliberadamente inexpresivo cuandoTim terminó de informarme.Vi asomarse la primera sonrisa en su rostro desde hacía semanas.Si Tim se sintió reivindicado por los resultados de los test de estrés, no lotraslució (varios años después admitiría que escuchar a Larry Summerspronunciar las palabras «tenías razón» le resultó bastante satisfactorio).Dadas las circunstancias, optamos por mantener aquella primerainformación dentro de nuestro reducido círculo: lo último quenecesitábamos era una celebración prematura. Pero cuando la ReservaFederal hizo público su informe definitivo dos semanas después, susconclusiones no habían cambiado, y a pesar de que los analistas políticosmantenían cierto escepticismo al respecto, la audiencia que realmenteimportaba —los mercados financieros— consideró la auditoría rigurosa ycreíble, lo cual inspiró una nueva oleada de confianza. Los inversoresempezaron a inyectar dinero en las instituciones financieras casi tan deprisacomo lo habían sacado. Las empresas descubrieron que podían volver apedir prestado para financiar sus operaciones cotidianas. Al igual que elmiedo había agravado las pérdidas —es cierto que muy reales— que habíansufrido los bancos por el empacho de préstamos subprime , el test de estrés,junto con las masivas garantías del Gobierno estadounidense, habían hechoreincorporarse a los mercados al terreno racional. En junio, las diezinstituciones financieras con problemas habían recaudado más de 66.000millones de dólares en capital privado, dejando solo un déficit de 9.000millones. El fondo de liquidez de emergencia de la Reserva Federal pudoreducir en más de dos tercios su inversión en el sistema financiero. Y losnueve principales bancos del país habían saldado sus cuentas con el Tesoro,devolviendo los 67.000 millones de dólares en fondos del TARP que habíanrecibido, más intereses.Casi nueve meses después de la caída de Lehman Brothers, el pánicoparecía haber llegado a su fin.Ha pasado más de una década desde aquellos complicados días delcomienzo de mi presidencia, y aunque los detalles resultan confusos para lamayoría de los estadounidenses, la gestión de la crisis financiera por partede mi Administración aún genera un encarnizado debate. En un sentidoestricto, es difícil discutir los resultados de nuestras acciones. No solo el
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durante las reuniones, resultado de disputas legítimas sobre políticas
públicas, batallas burocráticas, filtraciones anónimas a la prensa, la falta de
fines de semana o el exceso de comidas nocturnas a base de pizza o chile
con carne del servicio de comidas de la planta baja del Ala Oeste,
gestionado por la Marina. Sin embargo, nada de esta tensión derivó en un
auténtico rencor o impidió que se hiciera el trabajo. Ya fuera por
profesionalidad, por respeto a la presidencia, por la conciencia de lo que el
fracaso podría significar para el país, o por una solidaridad forjada por el
hecho de constituir una diana colectiva de los ataques cada vez más
intensos que se lanzaban desde todos los sectores, todos nos mantuvimos
más o menos unidos mientras esperábamos alguna señal, no importaba cuál,
de que nuestros planes para poner fin a la crisis iban a funcionar.
Y finalmente, a últimos de abril, llegó esa señal. Un día, Tim entró en el
despacho Oval para decirme que la Reserva Federal, que no había soltado
prenda durante todo su examen bancario, finalmente había dejado que el
Tesoro echara una ojeada preliminar a los resultados del test de estrés
financiero.
—¿Y bien? —pregunté, tratando de leer la expresión del rostro de Tim
—. ¿Cómo pinta el asunto?
—Bueno, las cifras todavía necesitan algunas revisiones...
Alcé las manos con fingida exasperación.
—Mejor de lo esperado, señor presidente —dijo Tim.
—¿Y eso significa...?
—Significa que puede que hayamos pasado lo peor.
De las diecinueve instituciones esenciales para el sistema sometidas al
test de estrés, la Reserva Federal había dado el visto bueno a nueve,
determinando que ya no necesitaban recaudar más capital. Otros cinco
bancos requerían más capital para cumplir con el parámetro de referencia
establecido por la Reserva Federal, pero, aun así, parecían ser lo bastante
sólidos para obtenerlo de fuentes privadas. Eso dejaba solo otras cinco
instituciones (entre ellas, Bank of America, Citigroup y GMAC, la rama
financiera de General Motors) que probablemente iban a necesitar apoyo
gubernamental adicional. Según la Reserva Federal, el déficit conjunto
parecía no superar los 75.000 millones de dólares, una cantidad que los
fondos del programa TARP que aún quedaban disponibles podría cubrir si
fuera necesario.