Una-tierra-prometida (1)
En ese punto, mi ayudante Katie asomó la cabeza en el despacho Ovalpara decirme que tenía que acudir a la sala de Crisis para reunirme con miequipo de seguridad nacional. Calculando que probablemente iba anecesitar más de media hora para decidir el destino de la industriaautomotriz estadounidense, le pedí a Rahm que volviera a convocar algrupo de trabajo, junto con mis tres principales asesores —Valerie, Pete yAxe— en la sala Roosevelt un poco más avanzada la tarde, a fin de quepudiera oír las opiniones de ambas partes (¡de nuevo el proceso enmarcha!). En la reunión, escuché a Gene Sperling hacer un discurso parasalvar a Chrysler y a Christy Romer y Austan Goolsbee explicar por quéseguir apoyando a la compañía probablemente equivalía a seguir tirandodinero a la basura. Rahm y Axe, siempre sensibles a los aspectos políticosde la situación, señalaron que el país era contrario —por un contundentemargen de dos a uno— a cualquier nuevo rescate del sector automotriz.Incluso en Michigan, el apoyo popular apenas llegaba a rozar la mayoría.Rattner señaló que Fiat había expresado recientemente su interés encomprar una importante participación de Chrysler, que cuando SergioMarchionne, su consejero delegado, se había hecho cargo de la empresa en2004, esta se hallaba en una situación incierta y que, en una impresionantehazaña, en solo un año y medio la había convertido en una empresarentable. Sin embargo, las conversaciones con Fiat todavía eranprovisionales, nadie podía garantizar que bastaría una intervención paravolver a encarrilar a Chrysler. Rattner lo denominaba una «decisión 51 a49», y era muy posible que las probabilidades de éxito se ensombrecierancuando, una vez iniciado el procedimiento concursal, tuviéramos una visiónmás clara de lo que se cocía en la empresa.Yo estaba hojeando los gráficos y examinando los números, mientrasechaba algún que otro vistazo a los retratos de Teddy y F. D. Rooseveltcolgados en la pared, cuando le tocó el turno de hablar a Gibbs. Este, quehabía trabajado en la campaña de la senadora Debbie Stabenow, enMichigan, señaló un mapa de la presentación de diapositivas en el que semostraban todas las plantas que tenía Chrysler en el Medio Oeste.«Señor presidente —me dijo—. No soy economista y no sé cómo dirigiruna empresa de fabricación de coches. Pero sí sé que hemos pasado losúltimos tres meses tratando de prevenir una segunda Gran Depresión. Y lacuestión es que en muchas de esas poblaciones esa depresión ya ha llegado.Si ahora prescindimos de Chrysler, podríamos muy bien estar firmando una
sentencia de muerte para cada uno de los puntos que ve en el mapa. En cadauno de ellos hay miles de trabajadores que cuentan con nosotros. [Imaginea] las personas que conoció en el recorrido de la campaña perdiendo suatención sanitaria, sus pensiones, demasiado mayores para volver aempezar. No sé cómo puede desentenderse de ellos. No creo que fuera paraeso para lo que se presentó a la presidencia.»Observé los puntos del mapa, más de veinte en total, repartidos porMichigan, Indiana y Ohio, mientras mi mente volvía a mis primeros díascomo trabajador comunitario en Chicago, cuando me reunía con empleadosdel acero despedidos en fríos locales sindicales o sótanos de iglesias parahablar de sus problemas colectivos. Recordé sus cuerpos cubiertos porgruesos abrigos invernales, sus manos agrietadas y callosas, sus rostros —blancos, negros o mulatos— que revelaban la silenciosa desesperación delos hombres que han perdido su razón de vivir. Por entonces yo no habíapodido ayudarles mucho: cuando llegué, sus plantas ya habían cerrado, y laspersonas como yo no teníamos la menor influencia sobre los distantesejecutivos que habían tomado aquellas decisiones. Entré en política con laidea de que algún día podría ofrecer algo más positivo a aquellostrabajadores y sus familias.Y aquí estaba ahora. Me volví hacia Rattner y Bloom, y les dije quellamaran a Chrysler por teléfono. Si con nuestra ayuda la empresa podíanegociar un acuerdo con Fiat —añadí— y elaborar un plan de negociorealista y pragmático para salir de un procedimiento concursal estructuradoen un plazo razonable, lo cierto es que les debíamos esa oportunidad aaquellos trabajadores y a sus comunidades.Se acercaba la hora de la cena y todavía me quedaban varias llamadas porhacer desde el despacho Oval. Estaba a punto de aplazar la reunión cuandoobservé que Brian Deese alzaba tímidamente la mano. Era el miembro másjoven del grupo de trabajo y apenas había hablado durante todo el debate,pero, sin que yo lo supiera, en realidad había sido él quien había elaboradoel mapa y había informado a Gibbs de los costes humanos que tendría dejarque Chrysler se fuera a pique (años después me diría que creyó que losargumentos tendrían más peso si los exponía un miembro del grupo demayor rango). Sin embargo, al ver prevalecer su postura, Deese aprovechóla oportunidad para empezar a señalar todas las potenciales ventajas de ladecisión que yo acababa de tomar, incluido el hecho de que un tándemChrysler-Fiat podría terminar siendo la primera empresa estadounidense
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sentencia de muerte para cada uno de los puntos que ve en el mapa. En cada
uno de ellos hay miles de trabajadores que cuentan con nosotros. [Imagine
a] las personas que conoció en el recorrido de la campaña perdiendo su
atención sanitaria, sus pensiones, demasiado mayores para volver a
empezar. No sé cómo puede desentenderse de ellos. No creo que fuera para
eso para lo que se presentó a la presidencia.»
Observé los puntos del mapa, más de veinte en total, repartidos por
Michigan, Indiana y Ohio, mientras mi mente volvía a mis primeros días
como trabajador comunitario en Chicago, cuando me reunía con empleados
del acero despedidos en fríos locales sindicales o sótanos de iglesias para
hablar de sus problemas colectivos. Recordé sus cuerpos cubiertos por
gruesos abrigos invernales, sus manos agrietadas y callosas, sus rostros —
blancos, negros o mulatos— que revelaban la silenciosa desesperación de
los hombres que han perdido su razón de vivir. Por entonces yo no había
podido ayudarles mucho: cuando llegué, sus plantas ya habían cerrado, y las
personas como yo no teníamos la menor influencia sobre los distantes
ejecutivos que habían tomado aquellas decisiones. Entré en política con la
idea de que algún día podría ofrecer algo más positivo a aquellos
trabajadores y sus familias.
Y aquí estaba ahora. Me volví hacia Rattner y Bloom, y les dije que
llamaran a Chrysler por teléfono. Si con nuestra ayuda la empresa podía
negociar un acuerdo con Fiat —añadí— y elaborar un plan de negocio
realista y pragmático para salir de un procedimiento concursal estructurado
en un plazo razonable, lo cierto es que les debíamos esa oportunidad a
aquellos trabajadores y a sus comunidades.
Se acercaba la hora de la cena y todavía me quedaban varias llamadas por
hacer desde el despacho Oval. Estaba a punto de aplazar la reunión cuando
observé que Brian Deese alzaba tímidamente la mano. Era el miembro más
joven del grupo de trabajo y apenas había hablado durante todo el debate,
pero, sin que yo lo supiera, en realidad había sido él quien había elaborado
el mapa y había informado a Gibbs de los costes humanos que tendría dejar
que Chrysler se fuera a pique (años después me diría que creyó que los
argumentos tendrían más peso si los exponía un miembro del grupo de
mayor rango). Sin embargo, al ver prevalecer su postura, Deese aprovechó
la oportunidad para empezar a señalar todas las potenciales ventajas de la
decisión que yo acababa de tomar, incluido el hecho de que un tándem
Chrysler-Fiat podría terminar siendo la primera empresa estadounidense