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Una-tierra-prometida (1)

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la dirección de Steve Rattner y Ron Bloom, y contaba con la participación

de un brillante especialista en políticas públicas de treinta y un años

llamado Brian Deese— resultó ser fantástico, ya que supo combinar el rigor

analítico con una adecuada valoración de las dimensiones humanas de los

más de un millón de puestos de trabajo que había en juego para hacer bien

las cosas. De hecho, habían iniciado las negociaciones con los fabricantes

de automóviles mucho antes de que yo jurara el cargo, dando a GM y

Chrysler sesenta días de plazo para que presentaran planes formales de

reorganización que demostraran su viabilidad. Para asegurarse de que las

empresas no se fueran a pique durante ese periodo, diseñaron una serie de

intervenciones graduales, pero de naturaleza crucial, como garantizar

discretamente las cuentas pendientes de pago de ambas empresas con sus

proveedores para que no se quedaran sin piezas.

A mediados de marzo, los miembros del grupo de trabajo acudieron al

despacho Oval para darme su evaluación. Según dijeron, ninguno de los

planes que habían presentado GM y Chrysler eran aceptables; ambas

empresas seguían viviendo en un mundo fantástico de proyecciones de

ventas poco realistas y estrategias difusas para controlar los costes. Sin

embargo, el equipo consideraba que con un procedimiento concursal

agresivamente estructurado GM podría volver a encarrilarse, y

recomendaba que diéramos sesenta días a la empresa para revisar su plan de

reorganización, siempre que aceptara reemplazar tanto a Rick Wagoner

como a su actual junta directiva.

En lo referente a Chrysler, en cambio, nuestro equipo estaba dividido.

Era la más pequeña de las Tres Grandes, pero también era la que se

encontraba en peor situación financiera, y dejando aparte su marca Jeep,

tenía lo que parecía ser una línea de productos insalvable. Dado lo limitado

de nuestros recursos y la precaria situación de las ventas de automóviles en

general, algunos de los miembros del equipo argumentaron que tendríamos

más posibilidades de salvar a GM si dejábamos caer a Chrysler. Otros

insistieron en que no deberíamos subestimar la posible conmoción

económica que podría suponer dejar que se fuera a pique una de las

empresas más icónicas de Estados Unidos. En cualquier caso, el grupo de

trabajo me informó de que la situación de Chrysler se estaba deteriorando lo

suficientemente rápido como para requerir que yo tomara una decisión de

inmediato.

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