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Una-tierra-prometida (1)

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Ya durante la transición había quedado claro para todos los integrantes de

mi equipo que GM y Chrysler tendrían que pasar por algún tipo de

procedimiento concursal regulado por un tribunal. Sin eso, sencillamente no

había forma de que pudieran cubrir el dinero que gastaban cada mes, con

independencia de cuán optimistas fueran sus proyecciones de ventas.

Además, el procedimiento concursal por sí solo tampoco bastaría. Para

justificar un mayor apoyo del Gobierno, los fabricantes de automóviles

también tendrían que someterse a una minuciosa reorganización empresarial

de pies a cabeza y encontrar la manera de fabricar automóviles que la gente

quisiera comprar («¡No entiendo por qué Detroit no puede hacer un maldito

Corolla!», me había quejado más de una vez a mi equipo).

Ambas tareas resultaban más fáciles de decir que de hacer. Por un lado,

los altos directivos de GM y Chrysler hacían que la gente de Wall Street

pareciera inequívocamente visionaria. En una primera discusión con nuestro

equipo económico de transición, la presentación del consejero delegado de

GM, Rick Wagoner, fue tan chapucera y llena de optimismo infundado —

incluidas las proyecciones de un aumento del 2 por ciento de las ventas

anuales a pesar de que en realidad las ventas habían estado disminuyendo

durante gran parte del decenio anterior a la crisis— que por un momento

dejó sin palabras a Larry. En cuanto al procedimiento concursal, para GM y

Chrysler probablemente resultaría similar a una operación a corazón

abierto: complicado, sangriento y plagado de riesgos. Casi todas las partes

afectadas (la directiva, los trabajadores, los proveedores, los accionistas, los

pensionistas, los distribuidores, los acreedores y las comunidades en las que

se ubicaban las plantas de producción) iban a salir perdiendo a corto plazo,

lo que sería motivo de negociaciones prolongadas e implacables cuando ni

siquiera estaba claro si las dos empresas iban a sobrevivir otro mes más.

Teníamos algunas ventajas a nuestro favor. A diferencia de la situación

con los bancos, no era probable que obligar a GM y Chrysler a

reorganizarse provocara un pánico generalizado, lo que nos daba un mayor

margen para exigir concesiones a cambio de mantener el respaldo del

Gobierno. También ayudaba el hecho de que yo tuviera una estrecha

relación personal con el sindicato United Auto Workers, cuyos líderes

reconocían que hacía falta realizar cambios importantes para que sus

miembros pudieran conservar sus puestos de trabajo.

Y lo que era aún más importante: el Grupo de Trabajo Presidencial sobre

el Sector de la Automoción —que yo había creado en la Casa Blanca bajo

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