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Una-tierra-prometida (1)

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en contra de las empresas. Irónicamente, más tarde los críticos de izquierdas

mencionarían aquella misma reunión como ejemplo de que en teoría, en mi

incompetencia generalizada y mi presunto amiguismo con Wall Street,

había sido incapaz de exigir cuentas a los bancos durante la crisis. Ambas

versiones eran erróneas, pero una cosa era cierta: al comprometerme con los

test de estrés financieros y los aproximadamente dos meses de espera que se

requerían para obtener resultados preliminares, había aparcado cualquier

posible influencia que pudiera tener sobre los bancos. Y también era cierto

que me sentía obligado a evitar tomar medidas precipitadas mientras

todavía tuviera que lidiar con tantos frentes de la crisis económica, incluida

la necesidad de evitar que la industria automotriz estadounidense se cayera

por un precipicio.

Al igual que la implosión de Wall Street fue la culminación de una serie

de problemas estructurales largamente arraigados en el sistema financiero

global, los problemas que afectaban a los denominados «Tres Grandes»

fabricantes de automóviles —mala gestión, malos coches, competencia

extranjera, pensiones infradotadas, elevados costes de atención sanitaria,

una excesiva dependencia de la venta de grandes vehículos todoterreno con

elevados márgenes y un alto consumo de gasolina...— llevaban décadas

gestándose. La crisis financiera y la intensificación de la recesión no habían

hecho sino acelerar el momento de la verdad. En el otoño de 2008 las

ventas de automóviles habían caído un 30 por ciento, alcanzando su nivel

más bajo en más de una década, sumado al hecho de que GM y Chrysler se

estaban quedando sin fondos. Si bien Ford se hallaba ligeramente en mejor

forma (debido sobre todo al hecho fortuito de que había reestructurado su

deuda justo antes de la crisis), los analistas cuestionaban si podría

sobrevivir al desmoronamiento de las otras dos, dado que los tres

fabricantes de automóviles dependían de un mismo conjunto de

proveedores de recambios repartidos por toda Norteamérica. Justo antes de

Navidad, Hank Paulson, tras una lectura creativa de los requisitos del

programa TARP, había autorizado la concesión a GM y Chrysler de más de

diecisiete mil millones de dólares en créditos puente. Pero dado que carecía

del suficiente capital político para forzar una solución más consistente, la

Administración Bush no había hecho sino aplazar el problema hasta que yo

asumí el cargo. Ahora que el dinero estaba a punto de agotarse, me

correspondía a mí decidir la conveniencia o no de destinar varios miles de

millones de dólares más a mantener a flote a los fabricantes de automóviles.

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