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Una-tierra-prometida (1)

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mismo que eran personas que sin duda se habían esforzado mucho para

llegar adonde estaban, que habían seguido las reglas del juego de manera no

muy distinta de sus colegas, y que estaban acostumbrados desde hacía largo

tiempo a ser objeto de adulación y deferencia por haber triunfado. Daban

grandes sumas a varias organizaciones benéficas. Amaban a sus familias. Y

no entendían por qué (como me diría uno de ellos más tarde) ahora sus hijos

les preguntaban si eran «ricachones», o por qué no parecía importarle a

nadie que hubieran reducido su retribución anual de cincuenta o sesenta

millones de dólares a dos millones, o por qué el presidente de Estados

Unidos no los trataba como auténticos socios y aceptaba —solo por poner

un ejemplo— la oferta de Jamie Dimon de enviar a algunos altos cargos de

JPMorgan para ayudar a la Administración a diseñar nuestra propuesta de

reformas regulatorias.

Intenté entender su punto de vista, pero no pude. Lejos de ello, me

sorprendí a mí mismo pensando en mi abuela; en cómo, para mí, su forma

de ser —tan característica de la Kansas rural— representaba justamente lo

que se suponía que era un banquero: una persona honesta; prudente;

exigente; reacia a asumir riesgos; que se negaba a tomar atajos, odiaba el

despilfarro y la extravagancia, vivía según el código de la gratificación

aplazada y se sentía perfectamente satisfecha de que su forma de hacer

negocios fuera un tanto anodina. Me pregunté qué pensaría Toot de los

banqueros que ahora se sentaban conmigo en aquella habitación, la misma

clase de hombres que tan a menudo le pasaban por delante a la hora de

ascender en su trabajo; que ganaban en un mes más de lo que ella había

ganado en toda su carrera gracias, al menos en parte, a que no habían tenido

el menor reparo en apostar miles de millones de dólares de un dinero que no

era suyo a algo que sabían, o deberían haber sabido, que no era sino un

montón de préstamos dudosos.

Finalmente dejé escapar una mezcla de risa y bufido.

—Permítanme que les explique algo, caballeros —dije, teniendo buen

cuidado de no levantar la voz—. La gente no necesita que yo la anime a

enfadarse. Ya tiene más que de sobra con lo suyo. Lo cierto es que nosotros

somos lo único que impide que cojan sus horcas y se alcen contra ustedes.

No puedo decir que mis palabras de aquel día tuvieran demasiadas

repercusiones, aparte de reforzar la opinión de Wall Street de que yo estaba

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