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Una-tierra-prometida (1)

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que otra boa de color rosa, incrementó sus protestas ante varios edificios

públicos y se presentó en las audiencias en las que comparecía Tim,

esgrimiendo carteles con consignas como «Devolvednos nuestros dólares»,

claramente inmunes ante cualquier argumento sobre la inviolabilidad de los

contratos.

La semana siguiente decidí convocar una reunión en la Casa Blanca con

los consejeros delegados de los principales bancos e instituciones

financieras con la esperanza de evitar más sorpresas. Se presentaron quince

de ellos, todos hombres, todos pulcros y elegantes; y todos escucharon con

expresión plácida mientras yo les explicaba que la opinión pública había

perdido la paciencia y que, teniendo en cuenta el dolor que la crisis

financiera estaba causando en todo el país —por no hablar de las medidas

extraordinarias que había adoptado el Gobierno para apoyar a sus

instituciones—, lo menos que podían hacer era mostrar cierta moderación, y

tal vez incluso hacer algún sacrificio.

Cuando les llegó el turno de responder, cada uno de los ejecutivos ofreció

una u otra versión de los siguientes argumentos: a) los problemas del

sistema financiero en realidad no eran de su incumbencia; b) ya habían

hecho importantes sacrificios, incluidos recortes de plantilla y reducciones

de sus propios paquetes de retribución; y c) esperaban que yo dejara de

avivar las llamas de la ira populista, que, según dijeron, estaba perjudicando

las cotizaciones de sus acciones y minando la moral del sector. Como

prueba de este último punto, varios de ellos mencionaron una reciente

entrevista en la que había afirmado que mi Administración estaba

apuntalando el sistema financiero solo para evitar una depresión, no para

ayudar a un puñado de «banqueros ricachones». Por su forma de hablar,

parecía que había herido sus sentimientos.

—Lo que esperan los estadounidenses en este momento de crisis —me

dijo uno de los banqueros— es que usted les recuerde que todos estamos en

esto juntos.

Me quedé perplejo.

—¿Creen que es mi retórica la que ha hecho enfadar a la ciudadanía?

Dando un profundo suspiro, escudriñé el rostro de los hombres sentados

en torno a la mesa, y me di cuenta de que todos ellos estaban siendo

sinceros. Como los operadores bursátiles del vídeo de Santelli, aquellos

ejecutivos de Wall Street realmente se sentían maltratados; no era una mera

estratagema. Entonces traté de ponerme en su piel, recordándome a mí

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