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Una-tierra-prometida (1)

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de condena a Wall Street. Tim, por su parte, nos advirtió de que tales gestos

populistas serían contraproducentes y asustarían a los inversores que

necesitábamos para recapitalizar los bancos. Tratando de adoptar una

posición intermedia entre el anhelo de justicia del Antiguo Testamento de la

ciudadanía y la necesidad de tranquilidad de los mercados financieros,

terminamos no contentando a nadie.

«Es como si tuviéramos una situación con rehenes —me dijo Gibbs una

mañana—. Nosotros sabemos que los bancos llevan explosivos atados al

pecho, pero para la opinión pública parece que les dejemos escapar con el

botín.»

Con las tensiones en aumento en la Casa Blanca, y queriendo asegurarme

de que todos seguíamos en el mismo barco, a mediados de marzo convoqué

a mi equipo económico para celebrar una maratoniana sesión dominical en

la sala Roosevelt. Ese día, durante varias horas presionamos a Tim y a sus

asistentes para que nos dieran su opinión sobre los test de estrés financiero

que se estaban llevando a cabo: si creían que funcionarían, y si Tim tenía un

plan B en caso de que no lo hicieran. Larry y Christy argumentaron que, a

la luz de las crecientes pérdidas producidas en Citigroup y Bank of

America, había llegado el momento de que contempláramos la posibilidad

de una nacionalización preventiva, el tipo de estrategia por la que

finalmente había optado Suecia cuando atravesó su propia crisis financiera

en la década de 1990. Eso contrastaba —explicaron— con la estrategia de

«tolerancia» que había dejado a Japón en un estancamiento económico del

que le había costado un decenio recuperarse. Como respuesta, Tim señaló

que Suecia, con un sector financiero mucho más pequeño y en un momento

en que el resto del mundo era estable, había nacionalizado solo dos de sus

principales bancos como último recurso, al mismo tiempo que ofrecía

garantías efectivas para los cuatro restantes. Una estrategia equivalente por

nuestra parte —añadió— podría hacer que el sistema financiero global, ya

de por sí frágil, se desmoronara, lo cual costaría un mínimo de entre

200.000 y 400.000 millones de dólares («¡La probabilidad de obtener un

centavo más de dinero de este Congreso para el programa TARP está entre

cero y cero!», gritó Rahm, prácticamente saltando de su silla). Algunos

miembros del equipo sugirieron que al menos adoptáramos una postura más

agresiva hacia Citigroup y Bank of America; por ejemplo, obligando a

dimitir a sus consejeros delegados y consejos de administración antes de

proporcionarles más fondos del TARP. Tim dijo que tales medidas serían

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