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Una-tierra-prometida (1)

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Jamie Dimon de JPMorgan Chase, quienes insistieron en que sus

instituciones habían evitado las malas decisiones de gestión que agobiaban

a otros bancos y que no necesitaban ni querían la ayuda del Gobierno. Tales

afirmaciones solo eran ciertas si uno ignoraba el hecho de que la solvencia

de ambas organizaciones dependía por completo de la capacidad del Tesoro

y la Reserva Federal de mantener a flote el resto del sistema financiero, así

como el hecho de que Goldman en particular había sido uno de los

principales mercachifles de derivados basados en hipotecas subprime , que

habían descargado en clientes menos sofisticados justo antes de

desfondarse.

Su inconsciencia me sacaba de quicio. No era solo que la actitud de Wall

Street frente a la crisis confirmara todos los estereotipos de que los

superricos vivían en un mundo completamente ajeno a la realidad de la

gente corriente; es que además cada declaración fuera de tono que hacían y

cada acción interesada que emprendían dificultaba aún más nuestra labor de

salvar la economía.

Algunos grupos demócratas se preguntaban ya por qué no estábamos

siendo más duros con los bancos: por qué el Gobierno no se limitaba

simplemente a tomar el control de las entidades y vender sus activos, por

ejemplo, o por qué ninguna de las personas que habían causado tales

estragos había ido a la cárcel. Los republicanos del Congreso, sin asumir la

menor responsabilidad por el caos que habían contribuido a crear, se

mostraron más que encantados de unirse al zafarrancho. No obstante, en sus

declaraciones ante varias comisiones parlamentarias, Tim (al que ahora se

etiquetaba rutinariamente como un «antiguo banquero de Goldman Sachs»

a pesar de que no había trabajado nunca en dicha empresa y había pasado

casi toda su carrera en la Administración pública) explicó la necesidad de

aguardar a los resultados de los test de estrés financiero. Y más tarde mi

fiscal general, Eric Holder, señalaría que por más atroz que pudiera haber

sido el comportamiento de los bancos que condujo a la crisis, había pocos

indicios de que sus ejecutivos hubieran cometido delitos procesables según

las leyes vigentes, y nosotros no estábamos por la labor de acusar de delitos

a la gente solo para obtener buenos titulares.

Aun así, para la nerviosa y airada opinión pública, tales respuestas, por

muy racionales que fueran, no resultaban demasiado satisfactorias.

Preocupados por la posibilidad de estar perdiendo nuestra autoridad moral

en el terreno político, Axe y Gibbs nos instaron a acentuar nuestra actitud

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