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Una-tierra-prometida (1)

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encontraba «en público» casi cada vez que abandonaba la residencia de la

Casa Blanca. Pero luego la vida se hizo tan ajetreada que me encontré a mí

mismo retrasando el momento de la verdad, escapándome a la casita de la

piscina —detrás del despacho Oval— después de comer, o a la terraza del

tercer piso una vez que Michelle y las niñas se acostaban, dando una

profunda calada y contemplando cómo el humo se alzaba en volutas hacia

las estrellas, y diciéndome a mí mismo que lo dejaría de una vez por todas

tan pronto como las cosas se calmaran.

Pero las cosas no se calmaron. De hecho, en marzo mi consumo diario de

cigarrillos había aumentado a ocho (o nueve o diez).

Aquel mes se calculaba que otros 663.000 estadounidenses perderían su

empleo, mientras la tasa de paro llegaba al 8,5 por ciento. Las ejecuciones

hipotecarias no mostraban signos de disminuir, y el crédito seguía

congelado. La bolsa alcanzó el que sería el valor mínimo de toda la

recesión, un 57 por ciento por debajo de su punto máximo, al mismo tiempo

que los títulos de Citigroup y Bank of America estaban a punto de situarse

por debajo del dólar por acción. Mientras tanto, AIG era como un pozo sin

fondo cuya única función aparente era tragarse la mayor cantidad posible de

dinero del TARP.

Todo esto por sí solo habría sido más que suficiente para mantener alta

mi presión arterial. Pero vino a empeorar aún más las cosas la necia actitud

de los ejecutivos de Wall Street cuyos traseros estábamos salvando entre

todos. Justo antes de que yo asumiera el cargo, por ejemplo, los líderes de la

mayoría de las grandes corporaciones se habían adelantado y habían

autorizado más de mil millones de dólares en bonificaciones anuales para

ellos y sus lugartenientes a pesar de haber recibido fondos del TARP para

respaldar el precio de sus acciones. No mucho después, los ejecutivos de

Citigroup decidieron que era una buena idea comprar un nuevo jet para la

empresa (como esto último sucedió ya bajo nuestra tutela, alguien del

equipo de Tim pudo llamar al consejero delegado de la empresa y exigirle

que anulara el pedido).

Al mismo tiempo, los ejecutivos de los bancos se ponían hechos una furia

—a veces en privado, pero a menudo en la prensa— ante cualquier

insinuación de que de algún modo la habían cagado, o de que deberían estar

sujetos a restricciones a la hora de gestionar sus negocios. Esta última

muestra de descaro fue especialmente pronunciada en los dos operadores

más espabilados de Wall Street, Lloyd Blankfein de Goldman Sachs y

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