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Una-tierra-prometida (1)

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Encontramos un apoyo similar en nuestro antiguo entrenador deportivo,

Cornell McClellan, un antiguo trabajador social y experto en artes marciales

que tenía su propio gimnasio en Chicago. Pese a su imponente corpachón,

Cornell era una persona amable y cordial cuando no nos torturaba con

sentadillas, pesos muertos, burpees y lunge walks , y había decidido que

tenía el deber de empezar a repartir su tiempo entre Washington y Chicago

para asegurarse de que la familia presidencial se mantuviera en forma.

Cada mañana, de lunes a jueves, Michelle y yo iniciábamos nuestra

jornada con Cornell y Sam; nos reuníamos los cuatro en el pequeño

gimnasio que hay en el tercer piso de la residencia, con el televisor colgado

en la pared sintonizado invariablemente en el programa SportsCenter del

canal ESPN. No había ninguna duda de que Michelle era la alumna estrella

de Cornell: ella completaba rápidamente sus entrenamientos con precisión

certera, mientras que Sam y yo éramos decididamente más lentos y nos

tomábamos descansos más largos entre las series, distrayendo a Cornell con

acalorados debates —Jordan o Kobe, Tom Hanks o Denzel Washington—

cada vez que el régimen de ejercicios se hacía demasiado intenso para

nuestro gusto. Tanto para Michelle como para mí, aquella hora diaria en el

gimnasio se convirtió en un reducto más de normalidad, compartida con

amigos que todavía nos llamaban por el nombre y nos querían como a su

familia, que nos recordaban el mundo que habíamos conocido y la versión

de nosotros mismos que esperábamos habitar siempre.

Había un último elemento liberador de estrés del que no me gustaba hablar,

y que había constituido una constante fuente de tensión durante todo mi

matrimonio: seguía fumando cinco (o seis, o siete) cigarrillos al día.

Era el vicio solitario que venía arrastrando desde los días de rebeldía de

mi juventud. Ante la insistencia de Michelle, había intentado dejarlo en

varias ocasiones a lo largo de los años, y nunca había fumado en casa ni

delante de las niñas. Cuando fui elegido miembro del Senado dejé de fumar

en público. Pero una obstinada parte de mí se resistía a la tiranía de la

razón, y las tensiones de la vida de un candidato en campaña —los viajes en

coche entre interminables maizales, la soledad de las habitaciones de los

hoteles...— habían conspirado para que siguiera recurriendo al paquete que

siempre tenía a mano en una maleta o un cajón. Tras las elecciones me dije

que era un buen momento para dejarlo, ya que, por definición, me

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