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Una-tierra-prometida (1)

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coche, Michelle entrelazó su brazo con el mío y dijo que le había

emocionado la naturalidad con la que me relacionaba con las mujeres.

—Les diste esperanza.

—Necesitan algo más que esperanza —repliqué. Intenté explicarle el

conflicto que sentía: entre trabajar por el cambio desde dentro del sistema y

oponerme a él; entre querer liderar y querer dotar a las personas de las

herramientas para que fuesen ellas las que cambiasen las cosas; entre querer

participar en política y no querer formar parte de ella.

Michelle me miró y me dijo con suavidad:

—El mundo tal y como es, y el mundo como debería ser.

—Algo así.

Michelle era excepcional; no conocía a nadie como ella. Y aunque aún no

me había decidido, estaba empezando a plantearme pedirle que se casase

conmigo. Ella daba el matrimonio por descontado: era el siguiente paso

orgánico en una relación tan seria como la nuestra. A mí, que había crecido

con una madre cuyos matrimonios no habían durado, la necesidad de

formalizar nuestra relación siempre me había parecido menos urgente. Y no

solo era eso: durante esos primeros años de noviazgo nuestras discusiones

podían ser acaloradas. Yo llegaba a ser muy arrogante, pero ella nunca daba

su brazo a torcer. Su hermano, Craig, una estrella del baloncesto en

Princeton que había trabajado en la banca de inversión antes de hacerse

entrenador, solía bromear diciendo que su familia no creía que Michelle

(«Miche», como la llamaban) fuese a casarse nunca porque era demasiado

exigente: no habría nadie capaz de estar a su altura. Lo curioso era que a mí

me gustaba que fuera así, que siempre estuviese a la contra y no me pasase

ni una.

¿Y qué pensaba Michelle? La imagino justo antes de conocernos, una

joven profesional de la cabeza a los pies, trajeada y elegante, centrada en su

carrera y en hacer las cosas como había que hacerlas, sin paciencia para

tonterías. Y entonces se presenta en su vida este tío raro de Hawái con su

vestimenta desaliñada y sus sueños disparatados. Ese era parte de mi

atractivo, me decía Michelle, lo diferente que era de los chicos con los que

se había criado, de los hombres con los que había salido. Diferente incluso

de su propio padre, a quien adoraba: un hombre que no llegó a terminar la

universidad, a quien le habían diagnosticado la esclerosis múltiple apenas

pasados los treinta, pero que nunca se quejó, que no faltó ni un solo día a su

trabajo ni a las funciones de danza de Michelle o a los partidos de

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