Una-tierra-prometida (1)
No se me escapaba que ambas cuestiones generaban frustraciones einquietudes que a veces sentía la propia Michelle. La epidemia de obesidadhabía llamado su atención ya unos años antes, cuando nuestro pediatra, alobservar que el índice de masa corporal de Malia había aumentado un poco,identificó numerosos alimentos «para niños» extremadamente procesadoscomo los culpables. La noticia confirmó la inquietud de Michelle conrespecto a la posibilidad de que nuestras agobiadas vidas y nuestrasabarrotadas agendas pudieran estar afectando negativamente a las niñas. Demanera similar, su interés en las familias de los militares se habíadespertado en los emotivos debates que había mantenido durante lacampaña con las familias de soldados desplegados: cuando afirmaban sentiruna mezcla de soledad y orgullo, admitían que a veces albergaban ciertoresentimiento por verse tratadas como un elemento secundario en la grancausa de defender a la nación y expresaban su renuencia a pedir ayuda portemor a parecer egoístas, Michelle veía reflejadas sus propiascircunstancias.Precisamente debido a esos vínculos personales, yo estaba seguro de quela influencia de Michelle en ambos asuntos sería sustancial. Ella actuabacon el corazón antes que con la cabeza, y se basaba en la experiencia antesque en abstracciones. Y también sabía esto: a mi esposa no le gustaba fallar.Fueran cuales fuesen las ambivalencias que pudiera sentir con respecto a sunuevo papel, estaba decidida a hacerlo bien.Como familia, nos adaptábamos semana a semana, buscando cada uno denosotros su propia manera de amoldarse, lidiar y disfrutar de nuestrascircunstancias. Michelle recurría al consejo de su inquebrantable madrecada vez que se sentía ansiosa, y las dos se acurrucaban juntas en el sofá delsolárium que había en el tercer piso de la Casa Blanca. Malia se volcaba ensus tareas escolares de quinto curso y nos presionaba para quecumpliéramos nuestra promesa personal de campaña de traer un perro a lafamilia. Sasha, que por entonces tenía solo siete años, todavía se dormía porlas noches agarrada a la deshilachada manta de felpilla que conservabadesde que era solo un bebé, mientras su cuerpo crecía tan deprisa que casipodías ver la diferencia de un día para otro.Nuestra nueva vivienda trajo consigo una novedad especialmente feliz:ahora yo vivía «encima de la tienda», por así decirlo; estaba casi siempre encasa. La mayoría de los días era el trabajo el que acudía a mí, y no al revés.A menos que estuviera viajando, cada tarde a las seis y media me aseguraba
de estar en la mesa para cenar, aunque eso significara que después tuvieraque bajar de nuevo al despacho Oval.¡Qué alegría escuchar a Malia y Sasha hablar de cómo les había ido eldía, explicando su mundo hecho de dramas de amigas, maestrosestrafalarios, chicos estúpidos, chistes tontos, nacientes ideas einterminables preguntas! Cuando terminábamos de cenar y ellas se iban ahacer los deberes y prepararse para acostarse, Michelle y yo nossentábamos a charlar un rato para ponernos al día, a menudo hablando node política, sino casi siempre sobre novedades relativas a viejos amigos,películas que queríamos ver, y sobre todo del maravilloso proceso de vercrecer a nuestras hijas. Luego les leíamos cuentos a las niñas en la cama, lesdábamos un fuerte abrazo y las arropábamos; Malia y Sasha, con suspijamas de algodón, olían a calidez y a vida. Cada noche, durante aquellahora y media más o menos, me sentía regenerado, con la mente despejada yel corazón curado de cualquier daño que pudiera haberme causado pasartoda una jornada cavilando sobre el mundo y sus insolubles problemas.Si las niñas y mi suegra eran nuestras anclas en la Casa Blanca, tambiénhubo otras personas que nos ayudaron a Michelle y a mí a gestionar elestrés de aquellos primeros meses. Sam Kass, el joven al que habíamoscontratado como cocinero a tiempo parcial en Chicago cuando la agenda decampaña se hizo más apretada y nuestra inquietud por los hábitosalimenticios de las niñas alcanzó su cota máxima, nos había acompañado aWashington, incorporándose a la Casa Blanca no solo como chef, sinotambién como la persona de referencia para Michelle en el tema de laobesidad infantil. Hijo de una maestra de matemáticas de la antigua escuelade las niñas y exjugador de béisbol universitario, Sam poseía un apacibleencanto y una robusta apariencia que se veía realzada por su brillantecabeza rapada. También era un auténtico experto en políticas alimentarias,versado en una infinita variedad de temas que iban desde los efectos de laagricultura de monocultivo en el cambio climático hasta la relación entrelos hábitos alimentarios y las enfermedades crónicas. La labor de Sam conMichelle resultaría ser de un valor inestimable; por ejemplo, fue una lluviade ideas con él la que le dio a mi esposa la idea de plantar un huerto en eljardín Sur. Y de propina conseguimos un tío para las niñas que amaba ladiversión, un hermano menor predilecto para Michelle y para mí, y, juntocon Reggie Love, alguien con quien podía echar unos tiros libres o jugaruna partida de billar cuando necesitara liberar algo de tensión.
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inquietudes que a veces sentía la propia Michelle. La epidemia de obesidad
había llamado su atención ya unos años antes, cuando nuestro pediatra, al
observar que el índice de masa corporal de Malia había aumentado un poco,
identificó numerosos alimentos «para niños» extremadamente procesados
como los culpables. La noticia confirmó la inquietud de Michelle con
respecto a la posibilidad de que nuestras agobiadas vidas y nuestras
abarrotadas agendas pudieran estar afectando negativamente a las niñas. De
manera similar, su interés en las familias de los militares se había
despertado en los emotivos debates que había mantenido durante la
campaña con las familias de soldados desplegados: cuando afirmaban sentir
una mezcla de soledad y orgullo, admitían que a veces albergaban cierto
resentimiento por verse tratadas como un elemento secundario en la gran
causa de defender a la nación y expresaban su renuencia a pedir ayuda por
temor a parecer egoístas, Michelle veía reflejadas sus propias
circunstancias.
Precisamente debido a esos vínculos personales, yo estaba seguro de que
la influencia de Michelle en ambos asuntos sería sustancial. Ella actuaba
con el corazón antes que con la cabeza, y se basaba en la experiencia antes
que en abstracciones. Y también sabía esto: a mi esposa no le gustaba fallar.
Fueran cuales fuesen las ambivalencias que pudiera sentir con respecto a su
nuevo papel, estaba decidida a hacerlo bien.
Como familia, nos adaptábamos semana a semana, buscando cada uno de
nosotros su propia manera de amoldarse, lidiar y disfrutar de nuestras
circunstancias. Michelle recurría al consejo de su inquebrantable madre
cada vez que se sentía ansiosa, y las dos se acurrucaban juntas en el sofá del
solárium que había en el tercer piso de la Casa Blanca. Malia se volcaba en
sus tareas escolares de quinto curso y nos presionaba para que
cumpliéramos nuestra promesa personal de campaña de traer un perro a la
familia. Sasha, que por entonces tenía solo siete años, todavía se dormía por
las noches agarrada a la deshilachada manta de felpilla que conservaba
desde que era solo un bebé, mientras su cuerpo crecía tan deprisa que casi
podías ver la diferencia de un día para otro.
Nuestra nueva vivienda trajo consigo una novedad especialmente feliz:
ahora yo vivía «encima de la tienda», por así decirlo; estaba casi siempre en
casa. La mayoría de los días era el trabajo el que acudía a mí, y no al revés.
A menos que estuviera viajando, cada tarde a las seis y media me aseguraba