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Una-tierra-prometida (1)

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el Centro Médico de la Universidad de Chicago, con un jefe solidario y la

capacidad de establecer su propio horario, nunca había podido librarse por

completo de la sensación de que estaba fallando a las niñas, a su trabajo, o

ambas cosas. En Chicago, al menos había podido evitar ser objeto de

atención pública y gestionar el tira y afloja cotidiano a su propia

conveniencia. Ahora todo eso había cambiado. Con mi elección, se vio

obligada a renunciar a un trabajo con repercusiones reales para ejercer un

papel que, al menos en su diseño original, estaba muy por debajo de sus

cualidades. Al mismo tiempo, cuidar de nuestras hijas implicaba toda una

nueva serie de complicaciones, como tener que llamar a un padre o una

madre para explicarle por qué los agentes del Servicio Secreto tenían que

inspeccionar su casa antes de que Sasha fuera a jugar con sus hijos, o

colaborar con el personal a fin de presionar a un tabloide para que no

publicara una foto de Malia pasando el rato con sus amigos en un centro

comercial.

Además de todo esto, Michelle se encontró de repente utilizada como

símbolo de las constantes guerras de género de Estados Unidos. Cada

opción que tomaba, cada palabra que pronunciaba, era febrilmente

interpretada y juzgada. Cuando en cierta ocasión se refirió a sí misma con

un tono de alegría como «mamá en jefe», algunos comentaristas expresaron

su decepción porque no estuviera utilizando la plataforma de la que

disponía para romper los estereotipos acerca de cuál era el lugar apropiado

para una mujer. Al mismo tiempo, su esfuerzo por ampliar los límites de lo

que una primera dama debía hacer o no conllevaba sus propios riesgos:

Michelle seguía dolida por la crueldad de algunos de los ataques dirigidos

contra ella durante la campaña, y no tenía más que fijarse en la experiencia

de Hillary Clinton para saber cuán rápido la gente podía volverse contra una

primera dama que se embarcara en algo parecido a hacer política.

De ahí que en aquellos primeros meses Michelle se tomara su tiempo

para decidir cómo usaría su nueva posición, para descubrir cómo y dónde

podría ejercer influencia, mientras, de forma cuidadosa y estratégica,

marcaba la pauta de su trabajo como primera dama. Habló con Hillary

Clinton y con Laura Bush. Reclutó un sólido equipo, llenando su plantilla

de profesionales experimentados en cuyo juicio confiaba. A la larga decidió

asumir dos causas que resultaban relevantes para ella: el alarmante aumento

de las tasas de obesidad infantil en Estados Unidos y la vergonzosa falta de

apoyo a las familias de militares del país.

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